Esta última semana laboral del año, los Veintisiete han practicado uno de sus deportes favoritos: el amago de infarto institucional. A estas alturas, el guion es más que familiar Leer Esta última semana laboral del año, los Veintisiete han practicado uno de sus deportes favoritos: el amago de infarto institucional. A estas alturas, el guion es más que familiar Leer
Esta última semana laboral del año, la UE ha practicado uno de sus deportes favoritos: el amago de infarto institucional. A estas alturas, el guion es más que familiar. Comienza con declaraciones que describen el momento como «existencial». Continúa con una larga y tensa cumbre de jefes de Estado o de Gobierno que termina de madrugada. Y concluye con las valoraciones escindidas en dos grupos. Uno, el de los que celebran que la UE, tras asomarse al precipicio, haya logrado, mal que bien, salir adelante. Otro, el de los que critican la insuficiencia de las decisiones tomadas y señalan que esta manera de proceder, lenta, burocrática y fragmentada, no es apta para un mundo como el de hoy, dominado por brutales lógicas de poder.
Las dos decisiones que el Consejo Europeo tenía encima de la mesa -la financiación de Ucrania y el acuerdo comercial con Mercosur– se ajustan bien a este patrón. En el primer caso, una vez retirado el apoyo militar y financiero de EEUU, la responsabilidad de sostener a Ucrania recae sobre los hombros europeos. Por esa razón, que los líderes de los Veintisiete lograran un acuerdo para endeudarse por 90.000 millones de euros para poder financiar a Kiev es una magnífica noticia.
Sin embargo, debajo del titular «habrá dinero para Ucrania», se esconde el hecho de que Bélgica, un miembro fundador de la UE, se haya unido al club de los populistas saboteadores integrado por húngaros, checos y eslovacos.
Los ciclos electorales europeos están impulsando al poder a fuerzas de extrema derecha que sienten mucha simpatía por Trump, en el que ven un modelo; ninguna por la Unión Europea y sus instituciones, a las que detestan; poca por Ucrania, a la que ven como una costosa carga; y alguna por Putin, con quien rehúyen el enfrentamiento y al que no quieren imponer sanciones que les perjudiquen.
En este contexto, es muy significativo que el primer ministro de Bélgica, Bart De Wever, hasta hace nada un escasamente conocido populista flamenco, haya doblegado al canciller alemán, Friedrich Merz, al presidente francés, Emmanuel Macron, y a la todopoderosa presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, que habían hecho de la confiscación de los activos financieros rusos en Europa su prioridad para financiar a Ucrania.
Son muchos los que se oponían a esa confiscación: unos por razones jurídicas, otros por temor a las represalias rusas, algunos por la señal negativa que podría enviar a terceros países. Sin despreciar esas razones, los que apoyaban esa confiscación pensaban en un plano distinto: en el geopolítico. Esa confiscación habría sido un acto de fuerza, un golpe que Rusia habría acusado. Habría mostrado que, como señaló tantas veces Josep Borrell durante su etapa como Alto Representante para la Política Exterior y de Seguridad, Europa tenía que «hablar el lenguaje del poder».
Un análisis parecido se puede hacer sobre la decisión de posponer a enero la ratificación del acuerdo comercial de la UE con Mercosur. El acuerdo crearía el área de libre comercio más grande del mundo, ahorraría a los consumidores europeos miles de millones de euros anuales en aranceles e incrementaría las exportaciones europeas en sectores clave como el automóvil, el farmacéutico y los servicios financieros. También mejoraría nuestra capacidad de acceso a materias primas estratégicas que reforzarían nuestra soberanía energética y tecnológica.
En un entorno marcado por el proteccionismo comercial y la ruptura del orden internacional basado en reglas, la conclusión de ese acuerdo trasladaría un poderoso mensaje al resto del mundo sobre la voluntad de la UE de seguir defendiendo un orden internacional abierto, justo e inclusivo. Muchos gobiernos europeos dudan de si merece la pena firmar un acuerdo que, según ellos, enajenará a sus agricultores e impulsará aún más a las extremas derechas europeas. Pero la realidad es que rechazar el acuerdo con Mercosur debilitará nuestra credibilidad ante el resto del mundo, concederá una victoria a Trump e impulsará electoralmente a las extremas derechas europeas, a las que confirmará que el comercio internacional es malo y hay que restringirlo -cuando es la fuente de nuestra prosperidad-.
La noche en que ganó las elecciones parlamentarias de julio de 2024, el candidato de la CDU-CSU, Friedrich Merz, que sería posteriormente investido como canciller alemán, manifestó que había llegado «la hora de la independencia» de Europa. Un buen propósito, al que le sobran algunos compañeros de viaje.
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