¿… y un resiliente año nuevo?

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El final del año es, tradicionalmente, periodo de balance y proyecciones. Las palabras que se intercambian en estos días no son meras fórmulas de cortesía: condensan expectativas comunes, revelan estados de ánimo colectivos y anticipan, a veces sin que lo advirtamos, la forma en que una sociedad se relaciona con el futuro. La pauta entre nosotros era inequívoca y compartida. Próximos o extraños, en ese momento especial ambicionábamos de corazón ‘una feliz Navidad y un próspero año nuevo’. Hoy, el enfoque se va diluyendo, reemplazado por fórmulas más neutras, más cautas, menos exigentes. No es solo una evolución del lenguaje; es señal de una mutación de sueños y fantasmas.

No todos los europeos expresan lo mismo al arrancar un nuevo año. El mundo anglosajón se conforma con un ‘Happy New Year‘, el francés invoca una ‘bonne année‘, y en similar onda se sitúan el italiano o alemán. En estos casos se apela al empuje o la bondad del tiempo venidero, no a la bonanza esperable. Solo algunas culturas incorporaron explícitamente la prosperidad. No es un matiz filológico; es una manera distinta de imaginar el porvenir. Desear prosperidad supone asumir que ascender es posible; constreñirse a desear que el año sea bueno o feliz, en su vaguedad, deja entrever una perspectiva más modesta: que no sea peor.

Ese desplazamiento se refleja también en la jerga pública e institucional. Basta recorrer los títulos de estrategias, informes y documentos para constatarlo. La voz resilience emerge una y otra vez, elevada a centro de la acción política. Prosperity, cuando figura es ancilar, acompaña otros términos o alude a un legado que se da por supuesto. El vocabulario dominante ya no habla de mejorar, exalta el resistir.

La Real Academia Española ayuda a precisar el contraste. Prosperar significa «mejorar económicamente.» Es una proposición escueta, pero clara. Implica movimiento, superación, ir más allá; remite a la materialidad de la vida, a su eventual modelación. Resiliencia, por contra, se define como la «capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos.» Aquí no hay mejora, sino respuesta; no hay plan, sino reacción; no hay promesa, sino contención. Entre ambos conceptos media más que una diferencia semántica; media una mudanza de visión.

Durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX, el entramado internacional -con todos sus defectos- se articuló en torno a una concepción sencilla, bellamente expuesta por la Carta del Atlántico (la declaración conjunta de Churchill y Roosevelt de 1941), que establece las bases del orden de posguerra: la paz como objetivo, la prosperidad como camino y un marco de reglas como garantía. El crecimiento, el comercio y la movilidad no eran solo indicadores económicos; se trataba de los pilares de un contrato social que vinculaba esfuerzo, libertad y progreso.

Las grietas iniciales en este paradigma se remontan a comienzos de los años setenta. El informe del Club de Roma de 1972 introdujo por primera vez, con pretensión científica y alcance global, una noción revulsiva: el desarrollo podía no ser sostenible. El planeta ya no aparecía como un espacio abierto y en expansión; empezaba a concebirse como sistema finito, sometido a barreras que exigían freno y gerencia. Sin proponérselo, aquella consideración marcó un giro profundo: del progreso como conquista, al futuro como riesgo.

Con ello se erosionaba la herencia ilustrada genitora del pensamiento político moderno. La propuesta de progreso compendiada por Kant en Idea para una historia universal en clave cosmopolita partía de la marcha inexorable de la humanidad -sin perjuicio de tropiezos- hacia mayores cotas de libertad y bienestar. La fe en un horizonte despejado fue, pues, dando paso a una mirada más reservada, centrada no en lo que podía ganarse, sino en lo que convenía preservar.

A partir de ahí, la prosperidad se desdibujó en tanto que meta en construcción y empezó a entenderse como mero dato en países desarrollados -primero Europa- donde el incremento económico no se apreciaba (en 2008, la economía de la zona euro y la estadounidense tenían un peso comparable; hoy la primera representa casi la mitad de la segunda, y la brecha se amplía). Cuando la cualidad se da por adquirida, su pérdida se convierte en el principal temor, y el vocabulario se orienta inevitablemente a la preservación.

En ese contexto, la resiliencia deja de ser una capacidad necesaria -siempre lo ha sido- para erigirse en virtud normativa. Hoy, no se trata solo de resistir circunstancias adversas, sino de interiorizar que la adversidad es la condición permanente. El ideal no es medrar, sino achantarse; no transformar, sino amortiguar. Esta inclinación resulta particularmente visible en las generaciones más jóvenes de poblaciones envejecidas y prósperas, sin gran crecimiento económico, en las que prevalece la gestión de la incertidumbre.

Las crisis encadenadas en décadas recientes han engrosado esta tendencia y han alzado la estabilidad a bien supremo. En sociedades ricas, en agregado, la mejora se percibe a menudo limitada, incierta o incluso desdeñable. La prosperidad, vivida como patrimonio heredado y no como aspiración, traslada el énfasis de avanzar a proteger, de ampliar a conservar, de ambicionar a aguantar. La resiliencia ocupa entonces el lugar que antes correspondía a prosperidad.

Este cambio de lenguaje no es inocuo. Cuando una comunidad sustituye el canon de prosperidad por el imperativo de resiliencia, rebaja sus expectativas colectivas. Acepta, quizá sin decirlo, que el mundo no se gana; se soporta. Ningún grupo puede prescindir de la aptitud de adaptarse al infortunio. Pero convertir esa batalla en fin último implica renunciar a lo esencial: la convicción de que el empeño se traduce en pujanza y que el futuro no está condenado a ser una repetición defensiva del presente.

No es casual que hayamos dejado de desearnos prosperidad justo cuando hemos dejado de creer en ella. Recuperar ese anhelo no es un ejercicio de nostalgia, sino un acto de confianza. Porque una sociedad que solo aspira a ser resiliente cercena una fuerza elemental. Sin la persuasión de la posible mejora, resulta difícil pronunciar, con pleno sentido, algo tan sencillo como: «le deseo un próspero año nuevo a usted, lector, que habita esta columna».

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