“Pensamos que encerrado en su cuarto estaría seguro”. El padre de Jamie —un chaval introvertido, 13 años, buen estudiante, clase media, que azuzado por su consumo de misoginia online apuñala siete veces a una compañera del instituto—, llora desconsoladamente alrededor de una pregunta: “¿Debimos hacer algo más?”.
El thriller de Netflix sobre un asesino de 13 años influido por los contenidos misóginos en internet expone la crisis identitaria de una generación de chicos que no están bien (ojo, este artículo incluye detalles de la serie)
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El thriller de Netflix sobre un asesino de 13 años influido por los contenidos misóginos en internet expone la crisis identitaria de una generación de chicos que no están bien (ojo, este artículo incluye detalles de la serie)
Tráiler de la serie ‘Adolescencia’
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“Pensamos que encerrado en su cuarto estaría seguro”. El padre de Jamie —un chaval introvertido, 13 años, buen estudiante, clase media, que azuzado por su consumo de misoginia online apuñala siete veces a una compañera del instituto—, llora desconsoladamente alrededor de una pregunta: “¿Debimos hacer algo más?”.
Si el espectador de Adolescencia ve la nueva serie de Netflix mientras un muchacho parecido duerme en la habitación de al lado, es imposible esquivar el escalofrío. ¿Sabemos nosotros qué hace el nuestro encerrado durante horas con una ventana de fibra a un mundo que nos es ajeno? ¿Qué contenidos escrolea con desidia? ¿Qué cosas aterrizan en su teléfono?
¿¡Estará ahora efectivamente dormido!?, te preguntas tan compungido que quieres levantarte a comprobarlo. Pero es imposible pausar el thriller británico que ha sido aclamado como una obra “completamente perfecta” por The Times, o “lo más cercano a la perfección televisiva en décadas” por The Guardian.
La trama, las interpretaciones y la cinematografía en un solo plano secuencia en cada uno de sus cuatros episodios son soberbias. Pero, además, para el padre o la madre de adolescente varón, toca de pleno el centro del huracán que enfrentamos. Cada generación de progenitores tiene sus pánicos. Las jeringuillas en los parques, el autostop o el atraco con navaja que poblaron las pesadillas de nuestros padres han sido sustituidos por el ciberbullying, la sextorsión y la manosfera que acechan a nuestros hijos. Los tres aparecen en Adolescencia, pero el telón de fondo de la serie es la también llamada machosfera, ese ecosistema de foros, webs, canales de YouTube y perfiles en redes marcados por la defensa de una masculinidad cargada de misoginia, victimismo y rabia. Un lodazal donde los consejos para tener six pack están a dos algoritmos del discurso de ultraderecha, el odio a las mujeres o la violencia extrema. “All that Andrew Tate shite”, resume el detective de la serie. Se refiere al influencer acusado de tráfico de personas y sexo con una menor que Trump, rey de la fanfarronada bro, se ha encargado de exculpar.

En Adolescencia se menciona algún término como incel o red pill, y el niño asesino tiene el resentimiento y el autodesprecio que enfangan la manosfera, pero no es una serie didáctica. De hecho, se recrea en lo perdidos que están los adultos en esta realidad paralela. Y no solo los padres. El detective necesita que su propio hijo le explique la ironía de unos mensajes entre víctima y verdugo que él considera amistosos para que no haga el ridículo en los interrogatorios. Los profesores, quemadísimos, están más al caos en los pasillos. Incluso la psicóloga milenial tiene un descuido al confundir Facebook con Insta.
Y eso es lo insoportable. Tenemos los datos. Crece el tiempo que los críos pasan ante las pantallas, el contenido extremo en ellas y la naturalización del mismo. Aumenta la brecha ideológica entre chicos y chicas, la crisis identitaria de ellos frente al empoderamiento de ellas. Suben los suicidios, la violencia, la soledad de unos varones que según las encuestas tienen cada vez menos amigos.
Antes de dejarles salir solos de noche, permitimos que los muchachos pululen sin guía por un universo que apenas conocemos donde triunfa el culto al cuerpo, al dinero y al éxito rápido, donde las relaciones son siempre tóxicas porque se basan en el poder o el engaño. La serie es un dramón, pero no hace falta entrar en pánico. No es necesario que haya un crimen para que un paseo sin brújula por semejante descampado devuelva un niño más infeliz. O simplemente, más mendrugo.
Cuando el padre de Jamie se pregunta qué podrían haber hecho para evitar lo ocurrido, su mujer le contesta, “podíamos haberlo visto”. “¿Debimos hacer algo más?”. “Creo que estaría bien pensar que sí”, dice ella. A veces solo basta con mirar, pero para eso hay que empezar por apagar la tele.
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Sobre la firma

Escribe en EL PAÍS desde 2003, donde también ha ejercido como subjefa del Lab de nuevas narrativas y la sección de Sociedad. Actualmente forma parte del equipo de Fin de semana. Es máster de EL PAÍS, estudió Periodismo en la Complutense y cine en la universidad de Glasgow. Ha pasado por medios como Efe o la Cadena Ser.
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