Esa mañana, el alcalde de Alfafar, Juan Ramón Adsuara, del PP, no supo qué decir a un vecino de 20 años que acudió desesperado al Ayuntamiento en busca de ayuda urgente: su tío, tras el embate de la riada de esa noche, se encontraba aterido de frío, muerto de miedo y empapado de barro en una habitación sin paredes, y el cadáver de su abuela estaba en otra. El alcalde no tenía respuesta porque en ese momento no contaba con UVI móviles, ni con policías suficientes, ni con un centro médico útil ni con nadie que se pusiera al teléfono en Valencia o Madrid. Ni siquiera sabía por dónde empezar a buscar ropa seca o comida porque las calles habían desparecido bajo un mar de barro y de murallas de coches amontonados. Este mismo alcalde, este miércoles, dos semanas después, examinaba junto a un bombero llegado de Canarias varias alcantarillas para ver si drenaban el agua de la lluvia y alguien le contaba con una sonrisa que en la plaza acababan de abrir ya dos bares capaces de servir un café. Entre medias, Alfafar se ha transformado varias veces. Lo mismo que Juan Ramón y todos y cada uno de los 20.000 habitantes de su pueblo.
Alfafar, arrasado por la riada, se conjura para ponerse en pie en torno a su alcalde y su equipo municipal y volver a ser lo que era antes del martes 29 de octubre
Alfafar, arrasado por la riada, se conjura para ponerse en pie en torno a su alcalde y su equipo municipal y volver a ser lo que era antes del martes 29 de octubre
Escenas que la dana ha dejado en Alfafar, Valencia
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Esa mañana, el alcalde de Alfafar, Juan Ramón Adsuara, del PP, no supo qué decir a un vecino de 20 años que acudió desesperado al Ayuntamiento en busca de ayuda urgente: su tío, tras el embate de la riada de esa noche, se encontraba aterido de frío, muerto de miedo y empapado de barro en una habitación sin paredes, y el cadáver de su abuela estaba en otra. El alcalde no tenía respuesta porque en ese momento no contaba con UVI móviles, ni con policías suficientes, ni con un centro médico útil ni con nadie que se pusiera al teléfono en Valencia o Madrid. Ni siquiera sabía por dónde empezar a buscar ropa seca o comida porque las calles habían desparecido bajo un mar de barro y de murallas de coches amontonados. Este mismo alcalde, este miércoles, dos semanas después, examinaba junto a un bombero llegado de Canarias varias alcantarillas para ver si drenaban el agua de la lluvia y alguien le contaba con una sonrisa que en la plaza acababan de abrir ya dos bares capaces de servir un café. Entre medias, Alfafar se ha transformado varias veces. Lo mismo que Juan Ramón y todos y cada uno de los 20.000 habitantes de su pueblo.
Hasta el calendario es otro. En Alfafar dicen ya día 1 para referirse a la mañana del miércoles 30 de octubre, la que siguió a la noche en la que el barranco se desbordó. Y día 2 al jueves 31 y día 3 al viernes 1, y así sucesivamente. Así lo hace María Ángeles González, de 41 años: “El día 1 no hicimos nada. Ni mi marido ni yo ni mis hijos. Habíamos pasado la noche subidos al techo del coche en el garaje, el único lugar alto de la casa, y al día siguiente lo único que hicimos fue salir a la calle y dar vueltas, buscando a la gente que conocíamos. El día 2 abrimos la casa y la vimos llena de barro a la luz de las linternas, porque no había electricidad. Me dio muchísima pena. Ahí me di cuenta de que no nos quedaba nada. No puedo asimilar lo que me ha pasado. Solo puedo decir que me siento vacía”.
La inundación en Alfafar grabada a cámara rápida
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Y el alcalde Adsuara así: “Ya el día 1 aparecieron unos voluntarios médicos del pueblo dispuestos a ayudar y les cedimos los botiquines de los coches patrulla que conservábamos, el único material sanitario con que contábamos, e improvisaron un centro médico en un edificio municipal; y para mover los coches al principio vinieron los agricultores del pueblo con sus tractores y se autoorganizaron; y un vecino con un negocio de ambulancias nos las prestó y se puso manos a la obra y así todo… Yo tomé 1.000 decisiones en esos días porque nadie las tomaba por nosotros”.
Una de ellas: “Mercadona, que no había resultado muy afectado, quería abrir, pero yo les advertí que los primeros días no podían cobrar a los vecinos, que la factura de todo la enviaran al Ayuntamiento. No estaban muy conformes, pero accedieron”. Otra: los primeros días empezaron a acudir personas necesitadas que no tenían sitio donde dormir y después voluntarios llegados de Valencia o de más lejos, y después policías de varios sitios y bomberos y también furgonetas con botellas de agua y montañas de comida o de ropa o medicamentos y como no sabían dónde meter a toda esa gente o dónde almacenar todo ese material, enviaron todo al colegio público La Fila, que no estaba muy inundado y que de golpe se transformó en el corazón logístico de Alfafar. Las clases de primaria en la planta de arriba se convirtieron en dormitorios; la cocina del colegio se transformó en una cocina de campaña capaz de servir 3.000 raciones al día; la sala de profesores se volvió una droguería y los pasillos y el patio pasaron a ser un almacén lleno de material de todo tipo. La directora del colegio, Luisa Oliver, se colocó un peto amarillo y se erigió en gestora a tiempo completo del improvisado centro de aprovisionamiento y albergue temporal, mandando a un pequeño pelotón de profesores y de padres.
El equipo municipal, compuesto por 21 concejales de cuatro partidos políticos (PP, PSOE, Compromís y Vox) se unió en bloque en torno al alcalde. Se olvidaron de las banderas políticas, compartieron todos el mismo grupo de WhatsApp y se repartieron por el pueblo. Desde entonces trabajan casi 12 horas al día al pie de calle. Hubo zonas arrasadas completamente, como el barrio Orba, al que la ola de la riada, arrastrando coches, contenedores y árboles enteros, embistió de frente, y áreas que se inundaron un palmo tan solo, debido a la altura, como la Tauleta. Obedeciendo a eso, el Ayuntamiento habilitó desde el principio tres centros de reparto de comida y ropa, incluido el del colegio de La Fila. La luz llegó el día 4 a algunas partes, gracias en parte al trabajo de los técnicos municipales. La noche en que se iluminaron de golpe las casas los vecinos comenzaron a aplaudir emocionados. Aún dos semanas después hay cortes y zonas oscuras. El agua tardó un poco más. Desde el día 6 o 7 sale por el día con menos presión que por la noche, y llega casi sin fuerza a muchos pisos altos. El gas natural todavía no ha alcanzado muchas zonas, debido a las roturas de las tuberías y el miedo a las fugas. De hecho, la concejal de Atención Ciudadana, Encarnación Muñoz, del PP, lleva semanas duchándose en un barreño.
El día 5, el domingo 3 de noviembre en que los Reyes, Pedro Sánchez y Carlos Mazón trataron de visitar Paiporta, el alcalde Adsuara recibió por la tarde las llamadas telefónicas del presidente del Gobierno y de la Comunidad Valenciana. Era la primera vez que hablaba con ellos. “Les conté lo que pasaba en mi pueblo, en todos los pueblos, les expliqué que estábamos en una emergencia nacional, que no era lo que se veía en televisión, que era mucho más, que necesitábamos de todo, que necesitábamos al Ejército por tierra, mar y aire, que había muertos en las calles [Alfafar ha registrado 15] y desparecidos. Hasta ese momento, los únicos que habían llegado hasta aquí eran los voluntarios: el único ejército que habíamos visto era la juventud de este país”. Hay un cartel colgado en un balcón a la entrada e Alfafar que resume bien el sentimiento de los vecinos de la zona hacia esta generación de veinteañeros tachada de débil y denominada de cristal que acudió en tromba a la llamada de auxilio. Dice así: “Gracias, héroes del barro”.
Los voluntarios y los vecinos, y los efectivos de la UME y del Ejército que empezaron a aparecer a partir del lunes 6 se aplicaron a vaciar las casas llenas de muebles humedecidos e inservibles. Un capitán de la UME que apareció por entonces descargó al alcalde Adsuara de la necesidad de tomar todas las decisiones. Las calles, embarradas, eran una montaña insalubre de varios metros de alto de enseres embadurnados de lodo a la espera de la maquinaria pesada que los transportara fuera de la ciudad. Pero las casas y los comercios podían empezar a limpiarse. En una calle del barrio Orba el propietario de un bazar chino con miles de cacharros embarrados limpiaba esa semana de tierra con una manguera a presión, una a una, cada figurita rescatada. El propietario de un gimnasio hacía lo mismo con las máquinas de pesas. El alcalde tenía otro problema: ¿Dónde apilar los miles de coches arrastrados por la riada? ¿Dónde meter las miles de toneladas de basura en que se habían convertido los muebles de cientos y cientos de familias? Decidió que los campos de fútbol del pueblo funcionarían como vertederos provisionales porque no había tiempo para que los camiones fueran y vinieran a los verdaderos vertederos situados a decenas de kilómetros de Alfafar por carreteras además atascadas.
Esa semana, por la noche, Alfafar, Paiporta, Benetússer o Catarroja parecían localidades apocalípticas y uno tenía la sensación de pisar un escenario de película de catástrofes en vez de un pueblo de Valencia: el tableteo de los helicópteros colgados del aire, las sirenas de los coches patrulla y los camiones de bomberos, los soldados, el baile de las excavadoras manejando paletadas de tierra, las calles oscuras, o con muy poca luz, llenas de barro hasta la pantorrilla y los vecinos de aquí para allá, con linternas, atados a un carrito de la compra en el que llevaban la cena del día, la ropa prestada o las pocas cosas recuperadas del desastre.
La tarde del día 11 (el sábado 9 de noviembre) el alcalde Adsuara se tomó un vino cenando en su casa mientras veía Informe Semanal. Era la primera vez que descansaba desde la noche de la riada. Como todo habitante de Alfafar, Adsuara tiene una historia de esa noche, en la que el pueblo se dividió entre salvadores y salvados. El alcalde es de los primeros: junto a su mujer y un amigo, logró rescatar a un vecino que se ahogaba. También, como casi todos los habitantes de Alfafar, ha perdido su coche. No sabe en qué desmonte o en qué cuneta o en qué vertedero está. Confiesa que le costó volver al trabajo de alcalde omnipresente la mañana del domingo. Padeció ataques de agorafobia. Pero se sobrepuso y salió temprano a la calle. Días atrás había recibido la llamada del presidente de su partido, Alberto Núñez Feijóo, que le recomendó, tras la agresión de los vecinos a los Reyes y a Pedro Sánchez en Paiporta, que se pusiera escolta. Él rechazó la idea: “¿Pero cómo voy a llevar escolta en mi propio pueblo? ¡Si son mis vecinos!”.
El domingo amaneció muy soleado y Alfafar, junto al resto de las localidades afectadas, se vio invadida por un nuevo aluvión casi festivo de miles de voluntarios. También llegaban cada vez más soldados, más policías procedentes de todas las comisarías de España y bomberos de todas las comunidades autónomas. Las calles se despejaban de escombros y de coches achatarrados o llenos de barro a un ritmo constante. Muchos vecinos recibieron esa mañana la visita de familiares o amigos que aprovecharon el día libre para llevarles ropa, comida, electrodomésticos pequeños y, sobre todo, compañía y amparo. No era raro verlos llorar de congoja y en una esquina al abrazarse. En los puntos de reparto de comida se servía café, galletas y dulces. Por primera vez en mucho tiempo la gente sonreía y se hacían bromas entre ellos. No todos: había quien, en el barrio de Orba, recordaba que de noche seguían patrullando por miedo a los saqueos en los locales comerciales sin puertas o en las casas sin gente.
Para entonces, el Ayuntamiento había ya tomado una decisión: hay que tratar de volver. Esto es: el colegio La Fila, aún abarrotado de ropa, alimentos, latas, botes de lejía de varios litros, aún lleno de policías y bomberos y voluntarios que lo utilizan de comedor y de hotel, tiene que volver a ser un colegio en cuanto sea posible. Hay que recoger todo, pues, y almacenarlo en una nave. El centro de salud improvisado tiene que cerrar ya porque el de siempre está a punto de estar operativo. Los puntos de recogida de alimentos y de artículos de primera necesidad tienen que empezar a desaparecer y volver a ser centros de mayores o dependencias municipales. Los que necesiten comida contarán con el apoyo de los servicios sociales a domicilio. En una palabra: el pueblo, con todo lo que ha pasado, con todas las heridas, tiene que volver a ser un pueblo y no un escenario de guerra.
Luisa Oliver, la directora del colegio La Fila, sabe que no será fácil: cuando su colegio abra, deberá atender no solo a sus 340 estudiantes, sino a los 240 añadidos del colegio de Orba, arrasado por completo. “Lo haremos encantados, claro. Pero necesitamos ayuda de la Generalitat, porque no se trata de escolarizar a 240 niños más, sino de escolarizarlos bien, con garantías”, advierte.
No solo las instituciones públicas son conscientes de que los edificios volverán a ser lo que eran. El propietario de una gestoría que ofreció su local anegado para distribuir comida y productos de limpieza ha avisado ya de que necesita despejar el lugar porque desea tratar de poner en marcha su negocio cuanto antes. Cerca, en la calle de los Reyes Católicos, una farmacia que fue embestida por la riada ha vuelto a funcionar a partir del lunes 11 (día 13). Lo hace en los huesos, con tres mesas cedidas, tres ordenadores y un armario que milagrosamente se salvó. Y exactamente nada más. Pero con eso basta. Un poco más lejos se ha formado una cola considerable en la administración de lotería, que también acaba de abrir.
Este lunes, los que han tenido peor suerte, los que vivían en plantas bajas y han perdido la casa, se acercan al Ayuntamiento, donde se ha habilitado el salón de plenos para que empiecen a tramitarse las ayudas de la Generalitat, que dará 6.000 euros a cada familia. Frente a ellos, respondiendo a las mil preguntas que surgen, dando la cara -en el sentido más noble y más válido de la expresión-, está la concejal de Atención Ciudadana, Encarnación Muñoz, del PP. En una libretita apunta el número del ciudadano cuya duda no puede resolver a la primera y promete llamarle después con una solución. Lo hace con determinación y sin perder nunca ni el ánimo. “Nosotros no podemos hundirnos”, afirma, refiriéndose a los miembros del equipo municipal, “aunque estemos agotados, no nos pueden ver hundidos, porque si no…”.
Todos los concejales coinciden: es necesario que los colegios abran. Con un poco de suerte, lo harán a lo largo de la semana que entra. Los niños deben también volver al mundo de antes. Por la calle, caminan muy juntas una madre y su hija de nueve años. Van a una ludoteca que ha abierto en Benetússer, no muy lejos, donde la pequeña se juntará con niños de su edad por primera vez en casi 15 días. La niña no habla casi y lo observa todo de forma asustadiza. La madre, como cualquiera en este pueblo, tiene también su historia de salvados y salvadores: “Mi marido y yo bajamos a la calle a ayudar a un hombre y dejamos a la niña en el piso. No nos dimos cuenta de que, si salía la cosa mal, ella se quedaba sin nadie…”. La niña escucha con los ojos como platos. Por edad, podría ir sola a la ludoteca porque conoce de memoria las calles. Pero no se atreve. La madre tampoco.
Los voluntarios, entre semana, desaparecieron. “Es normal”, decía un vecino, que añadió, con tristeza: “Para los demás la vida sigue”. El miércoles llovió y la lluvia vació aún más las calles. Por todo el pueblo flotaba la melancólica sensación de que si los vecinos se quedan solos, se van a quedar muy solos.
Aún falta el gas en muchas casas. Aún hay que limpiar calles. Aún hay garajes llenos de barro. Aún hay casas con muebles embarrados sin retirar. Aún hay montañas de coches apilados en descampados. Aún hay señales de tráfico por el suelo. Aún hay personas mayores aisladas en los pisos altos, porque la práctica totalidad de los ascensores se han estropeado y no hay ni operarios ni piezas de repuesto suficientes. El tren de cercanías que enlaza con Valencia no funciona. Y hay barrios enteros sin tiendas de nada.
El alcalde, optimista a pesar de todo, asegura: “Yo creo que para algunas cosas, recuperaremos una cierta normalidad en Navidades. Para entonces, más o menos, la mayoría habrá recuperado cierta cotidianidad. Hablo de la recogida de basuras, por ejemplo, de esas cosas. Si en Navidades me puedo tomar un vino con mis amigos en un bar, me daré por satisfecho. Pero para lo otro, para las instalaciones públicas, como algunos centros de juventud, o colegios, o los campos de fútbol, para eso necesitaremos años”.
Cerca de allí, esa misma mañana, uno de los bomberos que tiraba a un contenedor todos los muebles inservibles de una casa anegada se acercó a la propietaria de la vivienda, que desde la calle les miraba trabajar, y le preguntó: “He encontrado en una habitación una caja con una nota que dice: `Toda mi vida está aquí. ¿Qué hago con ella?”.
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Sobre la firma
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, ‘Deudas pendientes’ (Premio Novela Negra de Gijón), y ‘La botella del náufrago’, y un libro de no ficción (‘Así fue la dictadura’), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.
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