Decenas de civiles han sido alcanzados en los últimos meses en la ciudad ucraniana, lo que obliga a colocar redes metálicas en las calles y que los detectores de estos aparatos se popularicen entre taxistas o servicios de mensajería. Esto no impide que la villa siga «viviendo» Leer Decenas de civiles han sido alcanzados en los últimos meses en la ciudad ucraniana, lo que obliga a colocar redes metálicas en las calles y que los detectores de estos aparatos se popularicen entre taxistas o servicios de mensajería. Esto no impide que la villa siga «viviendo» Leer
Cuando comienza el tiroteo es que los aparatos han superado las barreras de intercepción electrónica. La primera ráfaga se escuchó a las 16:28. Todavía lejana. La segunda mucho más cerca. Es la hora de correr. Desde hace meses, los residentes de Jersón se topan con carteles como el que cuelga de un hospital local. «Ataques con drones lanzagranadas, cómo protegerse». Las octavillas recomiendan correr en forma de «serpiente», cambiando de rumbo cada 7 ó 10 metros. Afortunadamente, la sucesión de disparos concluye con una sonora explosión. El dron ha sido destruido por una de las descargas.
En las últimas jornadas, los UAV (por sus siglas en inglés) se han cebado con el centro de la ciudad ucraniana. Basta con pasar -con premura, eso sí- por la llamada Plaza de la Libertad para encontrarse con las carcasas calcinadas de al menos dos coches. Ambas acciones dejaron un muerto y varios heridos. Los esqueletos metálicos achicharrados de los automóviles en el corazón de la urbe son un recuerdo de la situación «surrealista» -expresión del responsable del Circo Jin Roh de Jersón, Roman Vashchenko- a la que se asiste en la localidad ucraniana.
A pocos metros de una de las carrocerías destruidas, detrás de una barrera defensiva rellena de tierra, y oculto tras paredes tapiadas con madera, el visitante descubre a decenas de residentes locales haciendo la compra en un supermercado abarrotado de productos. Algunos de los clientes, fuman un cigarrillo frente al escenario del reciente ataque.
La amenaza constante de los drones rusos ha modificado la fisonomía de Jerson, donde ahora se prodigan los refugios, las redes metálicas destinadas a atrapar estos objetos volantes, y una disparatada rutina que se traduce en salvas repetidas de disparos y estallidos.
La villa del sur de Ucrania ha sufrido numerosos reveses en los últimos años. Desde la ocupación rusa -que no concluyó hasta que fue liberada en noviembre de 2022- a las inundaciones que afrontó después de que las tropas de Moscú volaran la presa de Kakhovka en junio del 2023.
Ahora es el turno del terror. Desde hace varios meses, los militares rusos instalados a sólo cinco kilómetros de distancia, del otro lado del curso del río Dniéper, han intensificado los ataques deliberados con UAV contra civiles en lo que el responsable militar de la región, Oleksandr Prokudin, califica de «cacería». Sus objetivos son automóviles, autobuses, ambulancias o simples peatones.
«Ellos mismos usan esa palabra y los llaman safaris. Después cuelgan las imágenes en sus canales de Telegram, riéndose de las víctimas. Hay zonas donde ya no podemos rescatar a los cadáveres y tenemos que esperar hasta cinco días«, apunta Prokudin, que se entrevista con los visitantes en un refugio subterráneo.
El representante ucraniano explica que Jersón ha establecido un «muro electrónico» que intercepta el «80%» de esos aparatos, pero los rusos siguen enviado nuevos enjambres.
«Estamos colocando redes metálicas, hemos desarrollado drones cargados con perdigones para derribar a otros drones… Sí, parece una película de Spider Man o la Guerra de las Galaxias, pero es real«, agrega. Su asesor, Oleksandz Tonokonnikov muestra una foto de un AUV atrapado en una de las mallas como si fuera una mosca capturada por la tela de araña.
Según las cifras que maneja Prokudin, tan sólo en los primeros 4 meses del presente año, los aparatos rusos han acabado con la vida de más de 50 civiles y han dejado heridos a cientos de ellos. Hablamos de miles de ataques. Más de 10.000 drones en ese mismo periodo.
Bajo este peligro perpetuo, desplazarse por Jersón se ha convertido en una especie de ruleta. Muchos prefieren caminar. Saben que los UAV se ceban con los vehículos.
«Da miedo. Tienes que andar entre los árboles y procuramos no salir mucho a la calle. Siempre estamos escuchando cualquier zumbido«, asevera Leonid Zelensky, un veterano de 65 años, que deambula por un comercio de ropa usada que como todo en Jersón o bien funciona bajo tierra o bajo la protección de paredes.
A pocos metros, un cuarteto apura un brebaje alcohólico, también semiocultos por la arboleda. Cuando se les inquiere la razón, aunque es obvia, replican: «Hace una hora cayó aquí al lado otro dron».
La amenaza ha forzado a la población que sigue instalada en la localidad -unas 60 ó 65.000 personas, cuando antes eran 280.000- a familiarizarse con unos nuevos detectores de drones, que se están popularizando entre taxistas, repartidores, socorristas o hasta negocios como una conocida cafetería local.
Ataviado con un estilo hípster que no desentonaría en Nueva York, su responsable, Aleksei Meldinenko, de 37 años, exhibe el pequeño cachivache con antenas junto a los pasteles de zanahoria y brownies que comercializa.
Tanto Meldinenko como el propio establecimiento son una perfecta alegoría de la simbiosis entre la muerte y la vida que coexisten en Jersón. El interior del recinto está adornado con estatuas de Buda, aunque una de ellas sostiene un trozo de metralla. «Es del cohete que impactó en la calle y reventó las cristaleras en agosto del 2023. Miren, todavía está ahí el agujero, en medio del asfalto«, indica Meldineko, que sólo interrumpe su alocución para continuar sirviendo con mimo un par de capuchinos, que decora con espuma en forma de corazón.
Dos enormes osos de peluche se encuentran acomodados junto a las nuevas ventanas. A pocos metros, se observa una bandeja repleta con más restos de proyectiles y una antena de un dron. «Cayó aquí al lado hace un par de días», agrega.
Su clientela disfruta de las tazas de café en unas pequeñas mesas colocadas en la acera, a pocos cientos de metros del río que marca la «frontera» con el territorio controlado por Rusia. «Aquí hay el mejor café. Una atmósfera donde no se piensa en la guerra», se lee en una de las dedicatorias del libro de visitantes que tienen en el negocio.
Pero resulta difícil abstraerse del conflicto. La página de Telegram dedicada a alertar sobre el movimiento de los UAV en la ciudad no para de actualizarse. «9:22 FPV enemigo en la zona del Parque Slavy. 9:31 Plaza de la Libertad, dron enemigo. Zona de la ribera (fluvial), actividad mavic (AUV de vigilancia). 10:10 Actividad de drones enemigos, calle B. Khmelnytskyi». Así durante toda la jornada.
Al principio, los drones sólo actuaban en los barrios cercanos al curso fluvial. Los llaman la «zona roja». Desde diciembre pasado, los UAV extendieron su radio de acción a toda la zona central de la villa. «Se podría decir que todo Jersón es zona roja», puntualiza Prokudin.
«Sí, es una situación disparatada, pero tenemos que aceptar la vida como es. Quiero seguir disfrutando de mi café», indica un militar de 43 años, que se identifica como «Grom». Un enésimo estampido resuena en las inmediaciones mientras apura su bebida, algo que el ucraniano acoge con una risotada. El sentido común no parece tener un especial predicamento en este enclave.
La lógica a la que se aferran la mayoría de los habitantes de Jersón, es tan ilógica como la que inspira al Circo Jin Roh. Nadie podría esperar encontrarse en una localidad acosada por los drones a los ocho jóvenes que asisten en una sala de gimnasia a una clase más de Roman Vashchenko y su ayudante, Anastasia Kravets. Los chavales se encaraman por las anillas, hacen piruetas y se descuelgan por las «cuerdas aéreas».
«Hoy hay menos niños porque hay muchos drones», observa Anastasia con la extraña naturalidad que se concede a un desafío, que puede ser mortal.
El Jin Roh se creó en el 2007 y llegó a tener hasta 300 pupilos, de los que salieron muchos artistas circenses. Incluso hoy, el Circo organiza espectáculos en países como Italia y en otras ciudades ucranianas como Leópolis o Kiev.
Roman reconoce que antes de cada ensayo -tiene tres citas semanales- se ve obligado a consultar los canales que avisan sobre la actividad de los AUV para decidir si es posible o no que los niños acudan al gimnasio.
«No podemos permitir que estos niños pierdan su niñez. Al menos aquí tienen una isla de normalidad», argumenta.
Para los jóvenes, las clases de piruetas circenses son una vía de escape frente a la realidad que les espera más allá de los muros. Una evidencia que se puede apreciar a través de las ventanas, que permiten ver la fachada destruida del centro comercial cercano o el parque infantil rodeado de barreras de protección contra explosiones.
«¡Dios protege este lugar!», proclama Anastasia con una sonrisa. Roman no se engaña. «Aquí vivimos bajo una sensación de falsa seguridad que no es real», dice.
El mayor de todos los alumnos, Anton Dudnik, de 18 años, es uno de los que acuden al recinto del Jin Roh con el objetivo de dedicarse «de manera profesional» al circo en el futuro. Su especialidad actual es realizar piruetas erguido con las manos.
Dudnik habla de técnicas de acrobacia y después regresa a la tierra. «Ayer, por ejemplo, tuve que esperar un rato (para venir a ensayar) porque había un dron oculto cerca de mi casa buscando algo a lo que atacar», apunta.
La pequeña Vasilisa Kiseliyova, de sólo 12 años de edad, ha adoptado una postura más extrema. Para ella la guerra no existe. «No pienso en ella», sentencia.
«Hemos perdido nuestro instinto de supervivencia», le secunda Marina Yakovenko, una profesora de música reconvertida en actriz cómica de 58 años, que se mueve en pijama por la calle para grabar un anuncio publicitario. Otro de sus compañeros de cuadrilla -un equipo de payasos locales- se ha vestido con el disfraz de Spiderman.
Tenían previsto grabar en el área central de Jersón, pero los últimos sucesos les han disuadido. «La gente nos pide un poco de humor en estos días», se justifica Gregory Maalov, el director de la singular agrupación, ante la incoherencia que supone ver a unos payasos por las calles de una población batida por los AUV.
Pese al aguante de muchos, la recurrente acción de los aviones no tripulados ha provocado un notable éxodo de la población, especialmente en las aldeas sitas al norte de Jersón, que han quedado prácticamente aisladas. Allí ya no llegan ni los autobuses ni casi el suministro de alimentos, que sólo distribuyen a veces grupos de voluntarios embarcados en misiones de riesgo extremo.
Natalia Privutkievic, de 72 años, y su amiga Ludmila Kavchenko, de 70, tuvieron que ser evacuadas de su villorrio -sito a unos 12 kilómetros de Jersón- hace pocos días. Ellas mismas describen la operación como «aterradora». Se tuvo que llevar a cabo por la noche y a oscuras, bajo el supuesto de que los drones con visión nocturna todavía no son tan comunes como los que actúan a la luz del día.
Ludmila no para de llorar mientras recuerda cómo a su vecino «le voló media cabeza» una granada de un UAV. O cuando rememora a «Andrey», otro habitante del mismo poblado, que murió de forma similar cuando arreglaba un cable de electricidad.
«Los coches (con ayuda humanitaria) dejaron de llegar hace un mes. No podíamos salir de casa. No quiero que nadie pase por lo que hemos pasado nosotras», indica.
Las dos féminas forman parte de la quincena de civiles que han tenido que huir el último mes de las aldeas ribereñas y que han recalado en un campamento de casas prefabricadas construido en las inmediaciones de Jersón. La ofensiva aérea de los rusos -que comenzó en verano pasado y ha ido increscendo desde entonces- ha creado una comunidad de desplazados que ya excede las 200 personas, según cuenta el responsable del complejo, Sergey Protsenko.
El número no aumenta más porque ahora los viajes hacia el norte de Jersón tan sólo los asumen los «kamikazes», una definición que les otorga Lyubov Minko, una de las responsables locales. Hay rutas como la autopista T-0403, que circula hacia el norte a lo largo del Dnipro, o la carretera Perekopska, una de las avenidas más conocidas de Jersón, en las que las autoridades han prohibido la circulación de vehículos civiles.
«Los drones están minando esas rutas y son extremadamente peligrosas», aclara Oleksandr Prokudin.
El grupo de voluntarios que comanda Igor Chornikh, de 36 años, ha conseguido rescatar a casi medio centenar de personas atrapadas en esos enclaves durante el último mes pero admite que han recibido muchas más peticiones que no han podido atender. «Hay sitios a los que no podemos ir. El último rescate fue el día 5 de abril. Al día siguiente enviamos otro vehículo y una mina le reventó una rueda. Tuvo que volver usando las otras tres», narra.
Igor se expresa en un restaurante local siguiendo el guion perturbado que rige la vida de esta localidad. El detector de drones que ha colocado sobre la mesa se activa de forma repetida. Cada pitido anuncia la presencia de un AUV. Es uno de los modelos más modernos. Cuesta unos 200 euros. Si el aparato está muy cerca consigue reproducir la imagen del AUV en una pequeña pantalla. «Eso significa que está casi encima y que hay que acelerar, o escapar del coche», razona. A tenor de su experiencia, los que marca ahora mismo el cachivache están «dando vueltas por la zona, pero no están muy cerca». Al mismo tiempo, los comensales siguen dando cuenta de la bandeja de sushi.
«Hace dos semanas uno de nuestros compañeros llegó a ver su propio coche en la pantalla. Le dio tiempo a maniobrar y el dron explotó en el suelo. La metralla destrozó el techo y le pasó a un metro de la cabeza. Pero se salvó».
La mayoría de los trabajadores que se desplazan en vehículos de servicios públicos como el de la compañía eléctrica o el de la distribución agua o las mismas ambulancias de los hospitales disponen ahora de estos aparatos de alerta. Los ambientadores o los muñecos que adornan los salpicaderos en los coches de otros países de Europa, han sido sustituidos aquí por estos artilugios que avisan sobre la cercanía de la muerte.
«Sabíamos que éramos el objetivo de los drones. Nos lo decía la televisión y las autoridades. Pero me lo acabé creyendo cuando nos tiraron una granada hace tres semanas, en el centro de la ciudad. Milagrosamente sólo rompió el parabrisas», cuenta Valesiy Ovtsin, un conductor de una furgoneta sanitaria del hospital local, de 65 años, una de las 23 ambulancias que han sufrido agresiones similares en los últimos meses.
Algunos suburbios de Jersón como el de Antonivka, también se han quedado casi desiertos. Allí solían residir unas 13.000 personas antes del 2022. Ahora sólo permanecen unos cientos.
El jefe de ese distrito, Serhii Ivashchenko se mueve con casco y chaleco antibalas, pero también con una escopeta de postas, que se usa de forma cada vez más común para abatir los artilugios voladores.
En Antonivka sólo permanecen los irreductibles como Elena Derfusheva, de 61 años. La señora descansa tendida en una cama del hospital subterráneo donde permanece internada desde el pasado 3 de abril. Regresaba a su domicilio junto a dos de sus perros. Una imagen imposible de confundir con un militar.
Eso no evitó que el AUV le lanzara una granada. «Me arrancó las nalgas y me rompió la pierna. La podía haber perdido. Los médicos me la salvaron», afirma.
El tono desafiante de la ingeniera, ahora pensionista, se acrecienta cuando menciona que este no es el primer incidente que sufre en su domicilio. «Los drones me han atacado en cuatro ocasiones. En agosto del año pasado ayudé a rescatar a una vecina de 93 años a la que hirió un proyectil de artillería. Estábamos junto a un árbol y la consolaba. Pensé que las ramas nos protegían. El dron lanzó una granada y me hirió en la pierna. Mi vecina murió. Un trozo de metralla le rompió una arteria y se desangró».
Desde finales del año pasado, el transporte público -que continúa funcionando en Jersón pese a que los autobuses ya han sido objeto de varios ataques mortales- dejó de aproximarse a su localización.
«En mi calle, la gente no se atreve ni a colgar la ropa a secar al aire libre para no delatar que hay gente viviendo en esa casa», comenta.
La ucraniana, sin embargo, sorprende a los extranjeros cuando estos le inquieren a dónde piensa mudarse una vez que se recupere, asumiendo que tras los repetidos sucesos volver a su domicilio semeja ser un dislate.
«Volveré a mi casa. Por supuesto. ¿A dónde voy a ir? Tengo 10 perros y gatos, y una cabra», clama casi indignada.
«La gente ha normalizado el riesgo», admite Igor Chornikh.
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