Mientras los discursos de la falta de vocación y la hipervigilancia de la práctica académica pueblan la narrativa del debate educativo, la última edición del Informe TALIS de la OCDE arroja datos demoledores sobre la percepción del profesorado a partir de elementos clave de su profesión. En el Estudio destacan datos como que el tiempo dedicado a la planificación y corrección del trabajo de los estudiantes es fuente excesiva de estrés para el 54% de los docentes españoles, un porcentaje superior a la media de la OCDE y la UE.
Se ha otorgado al sistema educativo público y a sus docentes la temerosa responsabilidad de subir o bajar a los ciudadanos de clase: es la narrativa del ascensor social
Mientras los discursos de la falta de vocación y la hipervigilancia de la práctica académica pueblan la narrativa del debate educativo, la última edición del Informe TALIS de la OCDE arroja datos demoledores sobre la percepción del profesorado a partir de elementos clave de su profesión. En el Estudio destacan datos como que el tiempo dedicado a la planificación y corrección del trabajo de los estudiantes es fuente excesiva de estrés para el 54% de los docentes españoles, un porcentaje superior a la media de la OCDE y la UE.
Llevamos décadas viendo cómo las librerías se llenan de libros de autoayuda que parten de la premisa de que la felicidad es una mercancía o una meta que, si no se obtiene, es por la falta de voluntad personal, sacrificio o esfuerzo. Como una vértebra clave en el mantenimiento del estado del bienestar, es lógico que la profesión docente también se vea afectada por el impacto de estos discursos en los que se traslada al individuo toda la responsabilidad sobre su propio bienestar, así como de los resultados que obtiene en el terreno laboral. El psicólogo Edgar Cabanas llama a todo este escenario acertadamente “industria de la felicidad”.
Hemos empezado a ver cómo los planes de mejora o los análisis de rendimiento académico se centran cada vez más en la acción o inacción del profesional: el foco ha pasado a ser el docente que lo hace bien o mal, y su relación con la cantidad de suspensos, cuando antaño el foco se ponía única y exclusivamente en el estudiante o su familia. Creo que ninguno de los dos discursos son beneficiosos.
Decía recientemente en una entrevista el politólogo Pablo Simón, hablando sobre la meritocracia y las desigualdades en origen, que “para ser un gran violinista tienes que tener acceso a un violín”. ¿Tiene el profesorado los recursos materiales y humanos adecuados en su entorno y a su alcance para poder contribuir a la mejora de la calidad educativa?
Determinados países de nuestro entorno identifican los contextos educativos de gran complejidad para implantar ahí una inyección de recursos ajustada a las duras realidades del entorno en donde están enclavadas las escuelas. La guetificación demográfica, auspiciada por políticas históricas que no han alertado sobre los desequilibrios poblacionales y sociales, han permitido que poco a poco la escuela pase a ser encumbrada como la responsable del éxito o del fracaso de la sociedad. Se ha otorgado al sistema educativo público y a sus docentes la temerosa responsabilidad de subir o bajar a los ciudadanos de clase: es la narrativa del ascensor social. Resulta sorprendente desde un punto de vista sociológico, pero nos lo hemos creído.
Es tanto el bombardeo de este tipo de mensajes que durante años hemos dejado intactas las causas estructurales del malestar social y educativo. Y TALIS, cada cuatro años, nos lo viene a recordar: el bienestar del profesorado es una urgencia nacional.
Se echan de menos discursos que integren la necesaria pasión a la hora de enseñar con la realidad material del ejercicio docente, que arroja evidencias demoledoras en cada nuevo estudio que se realiza. El dibujo arquetípico de “maestro entregado” distorsiona la loable imagen de un rol de “maestro comunitario” que por ejemplo defienden especialistas como el catedrático Francesc Imbernon.
El buen profesional de la enseñanza no es aquel que se entrega en cuerpo y alma a la misión de educar, sino aquel que, como parte de la atención que proporciona al estudiante en su desarrollo en sentido amplio, es capaz de identificar hasta qué punto sus expectativas y talentos pueden verse limitados por el entorno, para que se actúe también ahí en un permanente ejercicio de colaboración profesional, entre agentes sociales y educativos, con el fin de compartir cargas.
La posmodernidad nos conduce, en sus efectos más profundos, a un continuo llamado moral que encumbra década tras década una narrativa mediática deslumbrante, no exenta de intereses. Pero una sociedad bien informada clama por convertir al profesorado en un cuerpo cohesionado, capaz de desmontar los bulos que sostienen la presión de “dar máximo sentido” a todo lo que hacemos.
Seguramente la burocratización de la educación, el deseo de convertir el saber en mercancía y de cuantificar todo, también relaciones que son puramente humanas, tenga mucho que ver con este malestar, que debe analizarse siempre en cada contexto. Equiparar vocación con compromiso, sin matizar que podemos ser estupendos trabajadores manteniendo nuestros tiempos de desconexión, de descanso o de separación de lo laboral y lo personal, tiene riesgos que nos impiden explorar cómo podemos mejorar en el ámbito colectivo, material.
Me refiero a formarnos entre iguales, a compartir experiencias, a entrar a aulas de compañeras para ver cómo trabajan, a destacar buenas prácticas, a compartir alegrías y también penas, pero siempre intentando acabar con algún mensaje propositivo que nos aliente a seguir. El bienestar docente precisa de equilibrio en los mensajes que transmitimos y en las acciones que emprendemos. Requiere del conocimiento y el reconocimiento del derecho a errar, a equivocarse, como esos “golpes” que también recibe el alumnado y tras los cuales se levanta, para seguir aprendiendo. Y tampoco pasa nada.
El bienestar del profesorado me parece una urgencia nacional. Los requerimientos que se multiplican, la bajada de ratios y la convivencia en los centros son las tres grandes preocupaciones que laten en el corazón de cada centro educativo. Aún así, cada día nos vamos a nuestros trabajos para seguir creyendo en que una sesión de clase es hasta cierto punto un lugar para la posibilidad, aunque nuestro bullicioso alumnado salga del aula con su misma mochila personal o familiar que cuando entró. Que los jóvenes de hoy no son tan malos como los pintan y que puede ser que ese profe de última hora acabe la jornada satisfecho y pensando en que se ha ganado el sueldo, pero también puede que no haya tenido un buen día, y eso es también legítimo.
Cuando ocurra esto último, pensemos en que eso no nos convierte en peores profesionales. Si somos capaces de pensar en lo que ocurre, en cómo podemos mejorar y arrimarnos a otros para no sentirnos solos en la caída, habremos contribuido a ese necesario bienestar que se retroalimenta con el del alumnado. Siempre sin aspirar a niveles inalcanzables, ni para nosotros ni para los estudiantes que tenemos a cargo, que se merecen unos docentes más seguros de sí mismos. Y así es cuando mañana, seguramente, todo sea diferente.
Sociedad en EL PAÍS

 
                                 
                                 
                                 
                                 
                                