Acaba de publicarse un libro musical que, me atrevo a afirmar, podría encantar a todos los públicos. O al menos, a quienes disfrutaron con La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Aunque el ficticio Ignatius J. Reilly queda a la altura del betún en frikerío respecto al muy real protagonista de Superestrella de las calles. Un año con Lawrence, de Will Hodgkinson (Editorial Contra).
El londinense Lawrence ha hecho pop de guitarras, canciones de sintetizador, música chicle. Nada ha funcionado como se esperaba
Acaba de publicarse un libro musical que, me atrevo a afirmar, podría encantar a todos los públicos. O al menos, a quienes disfrutaron con La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Aunque el ficticio Ignatius J. Reilly queda a la altura del betún en frikerío respecto al muy real protagonista de Superestrella de las calles. Un año con Lawrence, de Will Hodgkinson (Editorial Contra).
Lawrence Hayward (renunció al apellido, por razones que se deducen del libro) encabezó grupos memorables como Felt y Denim, en el actual siglo ha continuado con Go-Kart Mozart y Mozart Estate. Modesto no es pero se requiere algo de endiosamiento para ejercer de artista de culto durante 45 años. Sin voluntad de marginalidad, eh, pero sufriendo desdichas no siempre atribuibles a su encajonamiento en la rama independiente del negocio discográfico. Doloroso ejemplo: el 1 de septiembre de 1997 Denim iba a publicar —con distribución de EMI— el tema Summer Smash, que muchos vaticinaban que sería el empujón para que Lawrence abandonara la zona de sombras. La canción retrataba el estado de felicidad o, vaya, despreocupación que identificamos con “la canción del verano”, pero el título también podía significar “el choque del verano.” El día antes ocurrió en París el accidente en que murió la princesa Diana. Acojonada, EMI canceló el lanzamiento de Summer Smash y trituró todas las copias del single que todavía se hallaban en sus almacenes.
El valor de Superestrella de las calles. Un año con Lawrence va más allá de la celebración de un artista pertinaz. Will Hodgkinson es un periodista revoltoso y decide visitar con Lawrence los lugares esenciales en su trayectoria, buscando claves para sus letras y sus idiosincrasias. De rebote, nos ofrece la textura de esa Inglaterra fuera del circuito turístico: el urbanismo, la arquitectura, el interiorismo, los parques. Consumidor muy selectivo, aunque al borde de la penuria, Lawrence le guía por mercadillos, supermercados, tiendas de moda. Esto último resulta problemático: el cantante y su adlátere disparan la suspicacia de dependientes y guardias de seguridad.
Comprueban que el posible cliente carece de tarjeta de crédito y que lleva un prehistórico móvil Nokia (se horrorizarían aún más si supieran que no tiene ordenador ni conexión a internet). Tampoco luce muy saludable, dado que su dieta parece consistir en tazas de té y chucherías, con una particular obsesión por el regaliz. Resumiendo, parece un artista maldito de manual: exyonqui, venerado en Francia, musicalmente erudito, patológicamente evasivo, misógino en la práctica, renuente a compartir créditos (y dineros). Hace años que consagraron su estatus con un documental, Lawrence Of Belgravia.
Corremos el peligro de mitificarlo. Late la tentación de ver allí a un genio tarado, si el adjetivo no viniera cargado de connotaciones negativas. Mejor digamos que, dejando aparte su genialidad, tanta tontuna nos supera. Toma LSD justo antes de un concierto decisivo. Quita la tapa de su inodoro para que ningún visitante lo use. Hace que su banda se dé palizones de coche tras actuar en, pongamos, Escocia: no quiere quedarse en hoteles. Comenta uno de sus sufridos músicos: “Lawrence se alimenta de sus fracasos. Tengo la sensación de que no quiere ser una estrella hasta que se haya muerto”. Concedido, respondería el diablo.
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