El problema de la burocracia escolar

Alumnos atienden a clase en una escuela de Valencia.

Cada vez, a mi alrededor veo a más profesorado atenazado por la llamada burocracia escolar. Es muy común la idea de que muchas veces se dedica en la enseñanza más tiempo a rellenar informes, actas, memorias, seguimientos o cumplimentar tablas interminables con ítems sobre la evolución del alumnado que a planificar clases. Se puede mirar hacia otro lado, pero esto es así: el trabajo administrativo del docente es cada vez más copioso y enrevesado.

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 Las dificultades para sacar adelante la gestión administrativa a la vez que se atiende lo mejor posible a la diversidad de nuestras aulas es uno de los grandes requerimientos de la mejora profesional docente  

Cada vez, a mi alrededor veo a más profesorado atenazado por la llamada burocracia escolar. Es muy común la idea de que muchas veces se dedica en la enseñanza más tiempo a rellenar informes, actas, memorias, seguimientos o cumplimentar tablas interminables con ítems sobre la evolución del alumnado que a planificar clases. Se puede mirar hacia otro lado, pero esto es así: el trabajo administrativo del docente es cada vez más copioso y enrevesado.

Uno, cuando se imagina la escuela ideal, se imagina espacios comunitarios donde maestros y profesoras comparten muchos tiempos y espacios con su alumnado. Puestos a soñar, tejemos en nuestra imaginación rincones donde entran y salen a observar e interactuar profesionales de otros sectores afines o cercanos, para compartir experiencias, aportar o simplemente enriquecerse. Pero, cuando despertamos, observamos que la realidad es diferente: la burocracia ha engullido la escuela y la ha terminado por convertir en un dique de contención de muchos de los problemas que suceden fuera, sin que apenas quede tiempo para lo esencial: el contacto directo con nuestros chicos y chicas.

Ahora, cualquier profesional de la educación puede ser concebido como aquella figura “pálidamente pulcra, lamentablemente respetable, incurablemente solitaria”, tal y como Herman Melville inmortalizó a Bartleby, el escribiente del cuento del mismo nombre: las dificultades para sacar adelante la gestión de la burocracia a la vez que se atiende lo mejor posible a la diversidad de nuestras aulas es uno de los grandes requerimientos de la mejora profesional docente, muy relacionado con la calidad del trabajo desempeñado.

Pero la burocracia en la escuela no afecta a todos por igual: el volumen de trabajo de gestión documental es mucho mayor en aquellos profesores que ocupan cargos (tutorías, jefaturas de departamento, coordinadores de programas o proyectos, etc.) que en los que no. Se multiplica, además, exponencialmente en orientadores y equipos directivos, que deben aparcar las acciones encaminadas al liderazgo pedagógico para atender un sinfín de requerimientos relacionados con el control de los procesos en los que un centro está inmerso cada año. Es también más ingente la carga de burocracia en los centros de titularidad pública frente a los privados, ya que están más acuciados por la amalgama de acciones que se derivan de las leyes relativas al funcionamiento de las administraciones. No olvidemos que la mayoría de los docentes son empleados públicos.

A pesar de todo ello, no voy a negar que es muy cierto esto que dice César Rendueles en su ensayo Contra la igualdad de oportunidades (2020), y es el punto de partida de esta delicada cuestión de la sobrecarga burocrática: “Un efecto habitual de la flexibilización antiburocrática no es la libertad sino la arbitrariedad. Por eso, cuando los nazis ascendieron al poder destruyeron a toda velocidad el entramado burocrático de la administración alemana para someterla a la discrecionalidad carismática”. Un centro escolar con escasa burocracia, casi nula y que se tilde por ello de revolucionario, puede caer en decisiones unilaterales y en un entramado en donde la facilidad para vulnerar derechos y deberes crezca. De hecho los centros con un liderazgo muy democrático suelen tener abundante burocracia, y al revés.

El filósofo Daniel Innerarity, en su último ensayo La libertad democrática (2023), dice lo siguiente: “La política no tiene los medios ni para designar a los mejores ni para hacernos sustancialmente mejores, pero sí para configurar unas instituciones que dificulten ciertas prácticas estúpidas y posibiliten unas interacciones que nos hagan colectivamente más inteligentes sin necesidad de que seamos demasiado listos”. Porque, al final, creo que se trata de eso: de prescindir de aquellas formas de proceder que lastran la primacía de esas interacciones humanas que nos hacen más inteligentes, sin que por ello la institución escolar pierda transparencia ni eficacia.

Admitamos que nuestro sistema educativo no siempre interactúa para ser eficaz, y es ahí donde radica otro de los grandes dilemas de esta cuestión. A falta de un proceso de evaluación institucional serio y que detecte las fisuras existentes, nos hemos enfrascado en la generación cíclica de nuevos documentos, en una maraña interminable que se transforma curso tras curso. Se deja de lado el fomento de acciones para reflexionar con calma sobre la cultura profesional que atañe al docente en otros marcos diferentes a los habituales. No hay conversación educativa en los centros porque tampoco hay lugar ni tiempo para ello en un desempeño que precisa cada vez de más horas delante de un ordenador. Con la alta dependencia de las máquinas, no hay respiro para pensar sobre el beneficio o el perjuicio de trabajar desde casa para preparar clases e informes, ni sobre si los momentos de los que disponemos en físico para compartir experiencias son de calidad o son sólo un trámite más.

Lo cuenta con su trazo certero Remedios Zafra en el libro El informe (2024): “en la necesidad de un ordenador para trabajar radica el eslabón que enlaza las identidades ‘sujeto que trabaja’y ‘sujeto sin tiempos’”. Flexibilizar nuestro proceder según las identidades que tenemos en el aula, innovar, experimentar, investigar o contrastar en nuestros claustros: ¿es eso posible para unos profesionales convertidos en “sujetos sin tiempos”? ¿Es compatible la automatización de este “sujeto que trabaja” interminablemente con la tan ansiada autonomía pedagógica que refuerza la última reforma educativa?

Aunque nadie haya logrado ponerle el cascabel al gato en el problema de la burocracia escolar, se me ocurre que todo atisbo de solución pasa, primero, por hacer un estudio en profundidad impulsado por las administraciones públicas de las horas que dedican docentes y equipos directivos a las tareas administrativas. No hay nada en ese sentido, más allá de las estadísticas que por ejemplo arrojan estudios muestrales como TALIS, de la OCDE, cuyas conclusiones tampoco son alentadoras. Una vez hecho este análisis —si llega a darse el consenso preciso—, urge acordar unas instrucciones claras sobre aquellas acciones burocráticas que vienen exigidas por las leyes y cuáles no, valorando la necesidad y eficacia de estas últimas para ver si podrían suprimirse.

Asimismo, los documentos institucionales de cada centro deben recoger de forma clara el reparto de tareas y funciones que son estrictamente necesarias. No podemos prescindir de los reglamentos, normas y protocolos marcados por el ordenamiento jurídico, pero tampoco pueden dejar de estar en nuestra hoja de ruta los principios de racionalización y economía que tienen que regir el funcionamiento de las escuelas de titularidad pública. Sin esto último, vamos a seguir sin norte, chocando contra un muro si pretendemos reforzar la verdadera auctoritas profesional del docente: un trabajador reflexivo y sistémico, lo más comunitario posible, que es capaz de proponer y crear sin que se sienta asfixiado por una continua ola de requerimientos.

Me quedo, para terminar, con la última de las hipótesis que lanza Marina Garcés en Nueva ilustración radical (2017), cuando habla de las necesarias “condiciones del tiempo vivible”. La calidad deseable pasa mucho por la búsqueda del equilibrio, por crear lugares habitados por el humanismo, por encontrar ese nuevo sentido de la temporalidad del que habla Garcés: un sentido que, bajo las inevitables exigencias, no nos esclavice, que reinvente los enfoques pedagógicos y ponga sobre la mesa la posibilidad de volver sobre el problema de la burocracia escolar para revisarlo desde una perspectiva sensata, recíproca y cercana.

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