Washington cede terreno a China en un sistema que ha procurado aplomo Leer Washington cede terreno a China en un sistema que ha procurado aplomo Leer
«Es esencial […] garantizar el estricto cumplimiento de las normas y principios fundamentales del Derecho Internacional, sellados en la Carta de la ONU». Son palabras de… Putin. De su intervención -el 8 de mayo de 2025- durante la cena ofrecida a los jefes de Estado reunidos en celebración del 80 aniversario del final victorioso de la Gran Guerra Patria. ¿A usted, lector, le sorprende? Pues bien, no fueron unas declaraciones aisladas al recodo de los alegatos deletéreos a que nos tiene acostumbrados. El encomio del sistema multilateral surgió con fuerza una y otra vez a lo largo de los fastos que acompañaron la parada militar jubilatoria, tanto en afirmaciones del anfitrión, comunes con el presidente de China, y reflexiones públicas de éste.
¿Qué fue del universo putiniano sin barreras ni intermediarios, del recurso al relato sesgado de la Historia para justificar sus agresiones? Aventuremos una respuesta: esta súbita conversión no atañe a su visión despótica, sino que sigue el liderazgo de Pekín en ocupar el espacio que Trump abandona (alardeando del lema que atribuye a Napoleón: «He who saves his Country does not violate any Law»). EEUU abomina de la estructura de la que es autor, mientras actores otrora clave, como la Unión Europea se muestran inoperantes, deslumbrados por los fogonazos de la brutal reconfiguración que tiene lugar ante nuestros ojos.
El horror vacui rige con especial vigor en instituciones que materializan las reglas del orden internacional. Así, a rebufo del desmoronamiento que está generando su mayor impulsor y artífice, asistimos a una ocupación estratégica por potencias que lo han contestado en distintos grados. China lleva años buscando conservar el ‘caparazón’ del sistema multilateral, mientras discute los valores de dignidad, libertad y racionalidad crítica; propugnando, en su lugar, resignificar principios liberales, en clave confuciana, centrarlos en el protagonismo del grupo, el orden, además del poder último del Partido. Ahora, ha encontrado un aliado inesperado en Rusia. O tal vez no inesperado, sino evidencia de la subordinación del zar al adalid del Imperio del Medio. La resultante, en cualquier caso, es la coordinación y obvia connivencia de los mandatarios en la «amistad sin límites» proclamada en vísperas de la invasión total de Ucrania, donde Xi abiertamente dirige y Putin acata; Trump se afana -sin éxito- en pos de un (gamusino) distanciamiento entre ellos.
El presidente chino Xi Jinping marcó tono y ambición, antes de aterrizar en Moscú para una estancia con la categorización más elevada de visita de Estado, a través de un artículo en la prensa rusa del miércoles 7 de mayo: «Aprendiendo de la historia para construir juntos un futuro más brillante». Un canto a la constelación de Naciones Unidas (que también cumple 80) y escaparate de sus conocidos tres postulados estrella: «Hoy en día, los déficits mundiales en materia de paz, desarrollo, seguridad y gobernanza no dejan de agravarse. Para remediarlo, […] he presentado la Iniciativa para el Desarrollo Mundial, la Iniciativa para la Seguridad Mundial y la Iniciativa para la Civilización Mundial, con el fin de orientar la reforma del sistema de gobernanza mundial hacia una mayor equidad y justicia».
A la llegada de Xi, tras un encuentro en el Kremlin y en rueda de prensa conjunta, Putin -después de anunciar que viajará a Pekín en septiembre como gesto recíproco, por la conmemoración de la rendición de Japón- sentenció ante su principal: «Todas las cuestiones y problemas que figuran en la agenda mundial y regional deben abordarse de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas». Xi, a renglón seguido, destacó los lazos entre ambas naciones y la centralidad del sistema multilateral: «China y Rusia deben permanecer firmes y unidas, defender con determinación el sistema de relaciones internacionales centrado en las Naciones Unidas». Este énfasis se coló incluso en la declaración compartida de «Estabilidad Estratégica Global». El arranque de este largo documento -a menudo de cierta tecnicidad sobre espacio exterior o Estados dotados de capacidades nucleares- incorpora una digresión artificiosa relativa al aniversario de la Conferencia de San Francisco.
Estados Unidos, bajo Trump, ha optado por llevar al paroxismo la denigración de su creación. En 2016, calificó la ONU de «club para que la gente se reúna, hable y se divierta». En la onda de su primera Casa Blanca (retirada de la UNESCO y amago a la OMS), en los 100 días de ejercicio, ha firmado órdenes ejecutivas para desentenderse del Acuerdo de París, del Consejo de Derechos Humanos de la ONU o -a la segunda va la vencida- de la OMS. Igualmente, ha dispuesto la revisión de la participación de EEUU en organizaciones intergubernamentales, sembrando dudas sobre los términos de su continuidad en el Banco Mundial y el Fondo Monetario. Estas medidas nacen de la oximorónica percepción de ser, al tiempo, hegemón y víctima de la arquitectura que diseñó. Al repudiarla, Washington cede terreno a China -con Rusia a la zaga-, en un sistema que, salvando todos sus defectos, ha procurado aplomo internacional durante décadas.
En este contexto, la Unión Europea, producto de esta aspiración octogenaria, encarna su paradigma: cooperación supranacional y Derecho como herramientas para la paz y el desarrollo. Así, la UE no puede, ni debe, refugiarse en la actual absorta introspección. En este crucial parteaguas, el compromiso con las normas más allá de las fronteras parece limitarse a declaraciones formulaicas: el Consejo Europeo de marzo de 2025 (por cierto, refiriéndose a Ucrania) reitera «su apoyo a una paz global, justa y duradera, basada en los principios de la Carta de las Naciones Unidas y en el Derecho internacional». Faltan propuestas concretas. El retraimiento contrasta con los retos existenciales que enfrenta: la guerra en Ucrania, el auge de populismos y disensiones internas. La UE ha de reconocer que su supervivencia depende de un orden multilateral robusto. Por otra parte, tiene una perspectiva privilegiada para entablar la pendiente reforma de este entramado. Porque efectivamente, en importantes aspectos, éste responde al mundo de ayer; y, en buena lógica, el diálogo con Pekín resulta prioritario.
Por fin, el Sur Global vive su propia paradoja. Se beneficia de un marco multilateral que le ha permitido cierta previsibilidad jurídica y acceso a oportunidades -desde la red comercial de la OMC hasta los organismos financieros-, pero observa cómo el armazón entero se descuajeringa entre el repliegue occidental y los embates revisionistas. Economías intermedias como India, Brasil o Indonesia coquetean con la narrativa china de gobernanza más inclusiva, aunque desconfían de un modelo anclado en la primacía del Estado y el control autoritario. Esta ambivalencia erosiona la posibilidad de una posición común, mientras los principios que sustentaban el sistema se vacían de contenido ante la falta de movimiento de quienes deberían defenderlos.
Pekín se proyecta como potencia estabilizadora «con características chinas»; Rusia hace la ola; EEUU reniega de su obra. La UE, tiene la responsabilidad de contrarrestar esta confusión, superando su retórica hueca con acciones bien orientadas. De lo contrario, el orden internacional corre peligro de convertirse en mero trofeo formulaico que exhibir, despojado de sustancia alguna.
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