La primera manifestación de que el Real Madrid juega en Nueva York es un tipo moreno y entrado en kilos vestido con la elástica merengue de Mbappé y con una silla plegable en la mano. Camina por la avenida Nostrand, en Brooklyn, rumbo al patio del amigo en el que verá el partido. «¡Vinisiusss!», le grita un joven negro desde la otra acera. Estamos todavía a muchos kilómetros del estadio, y sorprende que en este barrio afroamericano, donde dominan el otro fútbol -el americano- y el baloncesto, haya señales del balompié verdadero, a cinco horas de que arranquen los cuartos de final del Mundial de clubes de la FIFA .No sorprende que después se confirme como una casualidad y que no haya rastro de ‘soccer’, ni del Madrid, ni de ninguno de sus delanteros hasta los andenes de Penn Station en Manhattan, desde los que sale el tren rumbo a New Jersey. Allí ya se ven aficionados merengues, que entran con calma en los vagones de dos pisos.Son los cuartos de final del Mundial de clubes de la FIFA, un torneo de nueva creación que ilusiona al Madrid tras una temporada mediocre , pero el ambiente del vagón es el de la sala de espera del dentista. Son pocos, nadie se conoce, nadie habla. Juegan contra el Borussia de Dortmund , y la atmósfera está en las antípodas de esos trenes alemanes que revienta su hinchada cuando van camino del Westfalenstadion. Está bien, no pasa nada, todavía quedan varias horas para el partido.La FIFA señala a Nueva York y New Jersey como ciudades anfitrionas de este torneo y del Mundial, el de verdad, del año que viene. Pero el tren arranca y pronto queda claro que esto no es Nueva York. Por la ventanilla aparecen descampados, puentes industriales y humedales donde Tony Soprano podría haber escondido cadáveres. Como si para llegar al Bernabéu hubiera que cruzar el Jarama y entrar en campos de Castilla.Un metro y dos trenes de cercanías después, chirrían las ruedas y las ventanillas se detienen delante de la mole del MetLife Stadium, casa de los New York Giants y New York Mets del fútbol americano . Y, esta semana, refugio de una congregación variopinta de seguidores del Madrid (la presencia del amarillo del Borussia es testimonial).El sopapo del sol y del calor de comienzos de julio -que se preparen quienes vengan al Mundial- anima a muchos a no demorar la entrada en el estadio. Entre otros, Otoniel Medrano, salvadoreño, que vive en Washington. Como a un casta de Chamberí, el amor al Madrid le viene «de nacimiento». Se lo inculcó su padre y ahora él lo lleva a gala, aunque en la capital de EE.UU. la afición al fútbol sea escasa. «Lo veo en la tele todo lo que puedo», dice. Y ahora que el Madrid ha cruzado el charco para un torneo histórico, ha demostrado la pasión tirando de billetera. «Este es el tercer partido del mundialito al que he ido», dice. «Y ya tengo entrada para la semifinal», advierte, aunque faltan dos horas para que ruede el balón y se consiga ese billete.Medrano habla español, el idioma mayoritario, de largo, de esta hinchada . De hecho, el río de aficionados que llegan al estadio es como un desfile de la Hispanidad futbolero, una celebración de lo hispano alrededor de un club universal. Por ejemplo, los familiares que acompañan a Medrano llevan la camiseta merengue, pero la suya es el azul y amarillo del Municipal Limeño, de Santa Rosa de Lima, su patria chica en El Salvador. Pero se ve la camiseta de la selección de Perú, del Olimpia de Honduras, la tricolor mexicana, la de River Plate… Y gente que se envuelven en la bandera de Guatemala, de Puerto Rico, de Ecuador. O con gorros carnavaleros con la celeste y blanca.1. Llegada del tren repleto de aficionados blancos. 2. Jay Kharel y amigos. 3. Otoniel Medrano y familiares J. AnsorenaEl español se escucha por todos lados, pero también hay gente que no sabe una palabra de la lengua de Cervantes. Y que representa a ese madridismo global, desraizado, principiante, tan separado del señor de Coslada con abono en Chamartín y bolsa de pipas. El mejor ejemplo es el del veinteañero Jay Kharel y sus tres amigos. Son nepalíes y han venido desde las afueras Pittsburgh (Pensilvania), a seis horas en coche. Kharel lleva camiseta del Madrid. Un amigo, del Arsenal. El tercero, del Al-Nassr. Y el cuarto dice que es «del Barça». Pero, de forma incomprensible en otras culturas futbolísticas, lleva camiseta del Madrid.Kharel dice que en los bares de su zona no ponen mucho fútbol. «Pero tenemos una pantalla tipo cine en casa y nos juntamos los amigos». Cuando se le pregunta por un cántico del Madrid, se arranca con un ‘Cómo no te voy a querer’ que hay que descifrar.Cerca de ellos, entre puestos de perritos calientes y de nachos, hay un grupo de sirios, también de Pensilvania, pero de una zona más cercana. Cuenta uno de ellos, Sam Mamari, que se hicieron fanáticos del Madrid cuando llegó Cristiano Ronaldo. «Pero nos quedamos aunque él se fue», dice con orgullo (la alternativa era ser hincha del Al-Nassr). Explica que en su comunidad ellos y sus familiares son como «una isla de fútbol», entre tanta afición, sobre todo, al fútbol americano («solo hay un fútbol, no sé cómo le pusieron ese nombre», dice sobre el deporte rey de EE.UU.). Y que, al no saber español, les fallan los cánticos. «Pero sí sabemos una cosa: ¡Jala Madrid!», grita con euforia .Faltan pocos minutos para que comience el partido y suena el himno. «Y nada más, y nada más», corean muchos, ya instalados en sus butacas. Y, efectivamente, nada más, porque pocos se saben la letra. Y menos conocen la existencia del de ‘las glorias deportivas que campean por España’.Noticia Relacionada Esbozos y rasguños opinion Si Ecos de Cardiff Javier Aznar «La amenaza ya no es el talento individual de una línea de tres desconectada de todo, sino la llegada inesperada de un lateral, la diagonal de un extremo convertido en falso nueve o el disparo de un mediocentro que pisa área como si tal cosa»Para cuando rueda el balón, el estadio, con capacidad para 82.500 personas, está casi lleno. Pero, pese a que la presencia del Madrid es un motivo de fiesta, el MetLife no es ninguna caldera. Es una hinchada confusa, conformista, agradecida. Aplaude una maniobra sencilla de Bellingham, pero no reconoce un esfuerzo tremendo de Fran García. No presiona, no muerde (más allá de las alitas de pollo). Algunos corean el ‘Así gana el Madrid’ y uno piensa si sabrán de dónde viene. También hay ‘oles’ que parecen fuera de lugar, en la primera parte. La gente solo ruge con los goles, solo anima de verdad si le apunta la cámara y se ve en la pantalla gigante.El final de infarto, con el paradón salvador de Courtois, y la victoria del Madrid tampoco desatan los ánimos. Suena el pitido final y los madridistas americanos, entre pocos cánticos, regresan con resignación al tren y al atasco. La primera manifestación de que el Real Madrid juega en Nueva York es un tipo moreno y entrado en kilos vestido con la elástica merengue de Mbappé y con una silla plegable en la mano. Camina por la avenida Nostrand, en Brooklyn, rumbo al patio del amigo en el que verá el partido. «¡Vinisiusss!», le grita un joven negro desde la otra acera. Estamos todavía a muchos kilómetros del estadio, y sorprende que en este barrio afroamericano, donde dominan el otro fútbol -el americano- y el baloncesto, haya señales del balompié verdadero, a cinco horas de que arranquen los cuartos de final del Mundial de clubes de la FIFA .No sorprende que después se confirme como una casualidad y que no haya rastro de ‘soccer’, ni del Madrid, ni de ninguno de sus delanteros hasta los andenes de Penn Station en Manhattan, desde los que sale el tren rumbo a New Jersey. Allí ya se ven aficionados merengues, que entran con calma en los vagones de dos pisos.Son los cuartos de final del Mundial de clubes de la FIFA, un torneo de nueva creación que ilusiona al Madrid tras una temporada mediocre , pero el ambiente del vagón es el de la sala de espera del dentista. Son pocos, nadie se conoce, nadie habla. Juegan contra el Borussia de Dortmund , y la atmósfera está en las antípodas de esos trenes alemanes que revienta su hinchada cuando van camino del Westfalenstadion. Está bien, no pasa nada, todavía quedan varias horas para el partido.La FIFA señala a Nueva York y New Jersey como ciudades anfitrionas de este torneo y del Mundial, el de verdad, del año que viene. Pero el tren arranca y pronto queda claro que esto no es Nueva York. Por la ventanilla aparecen descampados, puentes industriales y humedales donde Tony Soprano podría haber escondido cadáveres. Como si para llegar al Bernabéu hubiera que cruzar el Jarama y entrar en campos de Castilla.Un metro y dos trenes de cercanías después, chirrían las ruedas y las ventanillas se detienen delante de la mole del MetLife Stadium, casa de los New York Giants y New York Mets del fútbol americano . Y, esta semana, refugio de una congregación variopinta de seguidores del Madrid (la presencia del amarillo del Borussia es testimonial).El sopapo del sol y del calor de comienzos de julio -que se preparen quienes vengan al Mundial- anima a muchos a no demorar la entrada en el estadio. Entre otros, Otoniel Medrano, salvadoreño, que vive en Washington. Como a un casta de Chamberí, el amor al Madrid le viene «de nacimiento». Se lo inculcó su padre y ahora él lo lleva a gala, aunque en la capital de EE.UU. la afición al fútbol sea escasa. «Lo veo en la tele todo lo que puedo», dice. Y ahora que el Madrid ha cruzado el charco para un torneo histórico, ha demostrado la pasión tirando de billetera. «Este es el tercer partido del mundialito al que he ido», dice. «Y ya tengo entrada para la semifinal», advierte, aunque faltan dos horas para que ruede el balón y se consiga ese billete.Medrano habla español, el idioma mayoritario, de largo, de esta hinchada . De hecho, el río de aficionados que llegan al estadio es como un desfile de la Hispanidad futbolero, una celebración de lo hispano alrededor de un club universal. Por ejemplo, los familiares que acompañan a Medrano llevan la camiseta merengue, pero la suya es el azul y amarillo del Municipal Limeño, de Santa Rosa de Lima, su patria chica en El Salvador. Pero se ve la camiseta de la selección de Perú, del Olimpia de Honduras, la tricolor mexicana, la de River Plate… Y gente que se envuelven en la bandera de Guatemala, de Puerto Rico, de Ecuador. O con gorros carnavaleros con la celeste y blanca.1. Llegada del tren repleto de aficionados blancos. 2. Jay Kharel y amigos. 3. Otoniel Medrano y familiares J. AnsorenaEl español se escucha por todos lados, pero también hay gente que no sabe una palabra de la lengua de Cervantes. Y que representa a ese madridismo global, desraizado, principiante, tan separado del señor de Coslada con abono en Chamartín y bolsa de pipas. El mejor ejemplo es el del veinteañero Jay Kharel y sus tres amigos. Son nepalíes y han venido desde las afueras Pittsburgh (Pensilvania), a seis horas en coche. Kharel lleva camiseta del Madrid. Un amigo, del Arsenal. El tercero, del Al-Nassr. Y el cuarto dice que es «del Barça». Pero, de forma incomprensible en otras culturas futbolísticas, lleva camiseta del Madrid.Kharel dice que en los bares de su zona no ponen mucho fútbol. «Pero tenemos una pantalla tipo cine en casa y nos juntamos los amigos». Cuando se le pregunta por un cántico del Madrid, se arranca con un ‘Cómo no te voy a querer’ que hay que descifrar.Cerca de ellos, entre puestos de perritos calientes y de nachos, hay un grupo de sirios, también de Pensilvania, pero de una zona más cercana. Cuenta uno de ellos, Sam Mamari, que se hicieron fanáticos del Madrid cuando llegó Cristiano Ronaldo. «Pero nos quedamos aunque él se fue», dice con orgullo (la alternativa era ser hincha del Al-Nassr). Explica que en su comunidad ellos y sus familiares son como «una isla de fútbol», entre tanta afición, sobre todo, al fútbol americano («solo hay un fútbol, no sé cómo le pusieron ese nombre», dice sobre el deporte rey de EE.UU.). Y que, al no saber español, les fallan los cánticos. «Pero sí sabemos una cosa: ¡Jala Madrid!», grita con euforia .Faltan pocos minutos para que comience el partido y suena el himno. «Y nada más, y nada más», corean muchos, ya instalados en sus butacas. Y, efectivamente, nada más, porque pocos se saben la letra. Y menos conocen la existencia del de ‘las glorias deportivas que campean por España’.Noticia Relacionada Esbozos y rasguños opinion Si Ecos de Cardiff Javier Aznar «La amenaza ya no es el talento individual de una línea de tres desconectada de todo, sino la llegada inesperada de un lateral, la diagonal de un extremo convertido en falso nueve o el disparo de un mediocentro que pisa área como si tal cosa»Para cuando rueda el balón, el estadio, con capacidad para 82.500 personas, está casi lleno. Pero, pese a que la presencia del Madrid es un motivo de fiesta, el MetLife no es ninguna caldera. Es una hinchada confusa, conformista, agradecida. Aplaude una maniobra sencilla de Bellingham, pero no reconoce un esfuerzo tremendo de Fran García. No presiona, no muerde (más allá de las alitas de pollo). Algunos corean el ‘Así gana el Madrid’ y uno piensa si sabrán de dónde viene. También hay ‘oles’ que parecen fuera de lugar, en la primera parte. La gente solo ruge con los goles, solo anima de verdad si le apunta la cámara y se ve en la pantalla gigante.El final de infarto, con el paradón salvador de Courtois, y la victoria del Madrid tampoco desatan los ánimos. Suena el pitido final y los madridistas americanos, entre pocos cánticos, regresan con resignación al tren y al atasco.
La primera manifestación de que el Real Madrid juega en Nueva York es un tipo moreno y entrado en kilos vestido con la elástica merengue de Mbappé y con una silla plegable en la mano. Camina por la avenida Nostrand, en Brooklyn, rumbo al … patio del amigo en el que verá el partido. «¡Vinisiusss!», le grita un joven negro desde la otra acera. Estamos todavía a muchos kilómetros del estadio, y sorprende que en este barrio afroamericano, donde dominan el otro fútbol -el americano- y el baloncesto, haya señales del balompié verdadero, a cinco horas de que arranquen los cuartos de final del Mundial de clubes de la FIFA.
No sorprende que después se confirme como una casualidad y que no haya rastro de ‘soccer’, ni del Madrid, ni de ninguno de sus delanteros hasta los andenes de Penn Station en Manhattan, desde los que sale el tren rumbo a New Jersey. Allí ya se ven aficionados merengues, que entran con calma en los vagones de dos pisos.
Son los cuartos de final del Mundial de clubes de la FIFA, un torneo de nueva creación que ilusiona al Madrid tras una temporada mediocre, pero el ambiente del vagón es el de la sala de espera del dentista. Son pocos, nadie se conoce, nadie habla. Juegan contra el Borussia de Dortmund, y la atmósfera está en las antípodas de esos trenes alemanes que revienta su hinchada cuando van camino del Westfalenstadion. Está bien, no pasa nada, todavía quedan varias horas para el partido.
La FIFA señala a Nueva York y New Jersey como ciudades anfitrionas de este torneo y del Mundial, el de verdad, del año que viene. Pero el tren arranca y pronto queda claro que esto no es Nueva York. Por la ventanilla aparecen descampados, puentes industriales y humedales donde Tony Soprano podría haber escondido cadáveres. Como si para llegar al Bernabéu hubiera que cruzar el Jarama y entrar en campos de Castilla.
Un metro y dos trenes de cercanías después, chirrían las ruedas y las ventanillas se detienen delante de la mole del MetLife Stadium, casa de los New York Giants y New York Mets del fútbol americano. Y, esta semana, refugio de una congregación variopinta de seguidores del Madrid (la presencia del amarillo del Borussia es testimonial).
El sopapo del sol y del calor de comienzos de julio -que se preparen quienes vengan al Mundial- anima a muchos a no demorar la entrada en el estadio. Entre otros, Otoniel Medrano, salvadoreño, que vive en Washington. Como a un casta de Chamberí, el amor al Madrid le viene «de nacimiento». Se lo inculcó su padre y ahora él lo lleva a gala, aunque en la capital de EE.UU. la afición al fútbol sea escasa. «Lo veo en la tele todo lo que puedo», dice. Y ahora que el Madrid ha cruzado el charco para un torneo histórico, ha demostrado la pasión tirando de billetera. «Este es el tercer partido del mundialito al que he ido», dice. «Y ya tengo entrada para la semifinal», advierte, aunque faltan dos horas para que ruede el balón y se consiga ese billete.
Medrano habla español, el idioma mayoritario, de largo, de esta hinchada. De hecho, el río de aficionados que llegan al estadio es como un desfile de la Hispanidad futbolero, una celebración de lo hispano alrededor de un club universal. Por ejemplo, los familiares que acompañan a Medrano llevan la camiseta merengue, pero la suya es el azul y amarillo del Municipal Limeño, de Santa Rosa de Lima, su patria chica en El Salvador. Pero se ve la camiseta de la selección de Perú, del Olimpia de Honduras, la tricolor mexicana, la de River Plate… Y gente que se envuelven en la bandera de Guatemala, de Puerto Rico, de Ecuador. O con gorros carnavaleros con la celeste y blanca.



J. Ansorena
El español se escucha por todos lados, pero también hay gente que no sabe una palabra de la lengua de Cervantes. Y que representa a ese madridismo global, desraizado, principiante, tan separado del señor de Coslada con abono en Chamartín y bolsa de pipas. El mejor ejemplo es el del veinteañero Jay Kharel y sus tres amigos. Son nepalíes y han venido desde las afueras Pittsburgh (Pensilvania), a seis horas en coche. Kharel lleva camiseta del Madrid. Un amigo, del Arsenal. El tercero, del Al-Nassr. Y el cuarto dice que es «del Barça». Pero, de forma incomprensible en otras culturas futbolísticas, lleva camiseta del Madrid.
Kharel dice que en los bares de su zona no ponen mucho fútbol. «Pero tenemos una pantalla tipo cine en casa y nos juntamos los amigos». Cuando se le pregunta por un cántico del Madrid, se arranca con un ‘Cómo no te voy a querer’ que hay que descifrar.
Cerca de ellos, entre puestos de perritos calientes y de nachos, hay un grupo de sirios, también de Pensilvania, pero de una zona más cercana. Cuenta uno de ellos, Sam Mamari, que se hicieron fanáticos del Madrid cuando llegó Cristiano Ronaldo. «Pero nos quedamos aunque él se fue», dice con orgullo (la alternativa era ser hincha del Al-Nassr). Explica que en su comunidad ellos y sus familiares son como «una isla de fútbol», entre tanta afición, sobre todo, al fútbol americano («solo hay un fútbol, no sé cómo le pusieron ese nombre», dice sobre el deporte rey de EE.UU.). Y que, al no saber español, les fallan los cánticos. «Pero sí sabemos una cosa: ¡Jala Madrid!», grita con euforia.
Faltan pocos minutos para que comience el partido y suena el himno. «Y nada más, y nada más», corean muchos, ya instalados en sus butacas. Y, efectivamente, nada más, porque pocos se saben la letra. Y menos conocen la existencia del de ‘las glorias deportivas que campean por España’.
Para cuando rueda el balón, el estadio, con capacidad para 82.500 personas, está casi lleno. Pero, pese a que la presencia del Madrid es un motivo de fiesta, el MetLife no es ninguna caldera. Es una hinchada confusa, conformista, agradecida. Aplaude una maniobra sencilla de Bellingham, pero no reconoce un esfuerzo tremendo de Fran García. No presiona, no muerde (más allá de las alitas de pollo). Algunos corean el ‘Así gana el Madrid’ y uno piensa si sabrán de dónde viene. También hay ‘oles’ que parecen fuera de lugar, en la primera parte. La gente solo ruge con los goles, solo anima de verdad si le apunta la cámara y se ve en la pantalla gigante.
El final de infarto, con el paradón salvador de Courtois, y la victoria del Madrid tampoco desatan los ánimos. Suena el pitido final y los madridistas americanos, entre pocos cánticos, regresan con resignación al tren y al atasco.
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