Imaginen por un momento que están en Boston en 1846. Las calles huelen a caballo, la gente lleva sombreros ridículamente altos y, si tienen la mala suerte de necesitar una cirugía, mejor empiecen a rezar y a morder un trozo de cuero. Sí, han leído bien, morder cuero. Y es que ese era uno de los métodos preferidos de «control del dolor» de la época, junto con el whisky.En este pintoresco escenario, entra en escena nuestro protagonista: William TG Morton (1819-1868), un dentista que, como muchos de sus colegas, estaba bastante harto de que sus pacientes gritaran como si estuvieran siendo torturados. Lo cual, técnicamente, era bastante preciso.El dentista experimentadorMorton no era precisamente el estudiante modelo. De hecho, había abandonado la escuela de medicina y se había convertido en dentista a través de un programa de aprendizaje, algo así como «hacerse dentista en diez sencillos pasos». Pero lo que le faltaba en credenciales académicas lo compensaba con curiosidad y, digámoslo de forma amable, con una saludable falta de respeto por las convenciones establecidas.Nuestro protagonista tenía un problema: sus pacientes tenían la molesta costumbre de salir corriendo del consultorio después de su primera visita. Aparentemente, la perspectiva de que alguien te arrancará los dientes sin anestesia no era un gran argumento de marketing.Noticia Relacionada Ciencia por serendipia estandar Si El científico que descubrió el LSD por descuido y su extraño viaje en bicicleta Pedro Gargantilla Albert Hofmann sufrió los efectos de la droga por casualidad mientras trabajaba en su laboratorio. Su regreso a casa cambió la historia de la psicofarmacología y también de la culturaCómo el aburrimiento puede llevar a la genialidadEn sus ratos libres, cuando no estaba persiguiendo pacientes que huían, Morton experimentaba con diferentes sustancias. Una de ellas era el éter sulfúrico, un compuesto que ya era conocido por sus propiedades embriagadoras. De hecho, los jóvenes de la época organizaban fiestas del éter, que vendrían a ser el equivalente victoriano de las fiestas rave, pero con más corsés y menos música electrónica. Morton comenzó a experimentar con el éter en su laboratorio casero. Primero lo probó con su pez dorado, que sobrevivió, luego con su perro (que también sobrevivió), y finalmente, en un acto de valentía o locura total, consigo mismo, que afortunadamente también sobrevivió.El 16 de octubre de 1846 es una fecha que debería estar grabada en oro en la historia de la medicina. Ese día Morton realizó la primera demostración pública de anestesia con éter en el Massachusetts General Hospital, en lo que se conocería como el «Ether Dome», un anfiteatro quirúrgico.El paciente en cuestión fue Gilbert Abbott, un joven que necesitaba que le extirparan un tumor del cuello. En circunstancias normales esta operación habría sido un espectáculo de gritos y horror digno de una película de terror. En su lugar, Abbott inhaló el éter de un aparato diseñado por Morton -básicamente un globo de cristal con algunos tubos y se durmió plácidamente. A continuación, un experimentado cirujano, el doctor John Collins Warren, procedió a operar en un silencio casi sepulcral.Cuando terminó la operación, Warren se volvió hacia la audiencia atónita y pronunció las palabras que pasarían a la historia: «Señores, esto no es un engaño». Lo cual, si lo pensamos bien no es el tipo de frase que inspira mucha confianza en la práctica médica anterior.La ironía del éxitoAquí es donde la historia toma un giro digno de una telenovela victoriana. Morton, embriagado por el éxito intentó patentar su descubrimiento bajo el nombre de «Letheon», como si fuera una marca de refrescos.La comunidad médica, como era de esperar, no estaba muy contenta con la idea de tener que pagar cada vez que quisieran que sus pacientes no gritaran durante una operación.Además, resultó que Morton no era el único que había estado jugando con el éter; Charles Jackson, un químico que había sido mentor de Morton, también reclamó el crédito del descubrimiento, iniciando una batalla legal que duraría décadas.La ironía suprema es que Morton, el hombre que eliminó el dolor de millones de personas, murió en la pobreza, persiguiendo reconocimiento y compensación económica. Pasó sus últimos años viajando entre Boston y Washington DC, intentando que el congreso de los Estados Unidos reconociera su contribución y le pagara por ello.Murió en 1868 derrotado por el dolor emocional.La lección que nos deja la historia de Morton y el éter es un perfecto ejemplo de serendipia en la ciencia: un dentista sin formación formal, experimentando con una sustancia que la gente usaba para divertirse terminó revolucionando la medicina moderna. Pero también es una historia sobre la naturaleza del descubrimiento científico y cómo nuestro sistema de reconocimiento y recompensa no siempre funciona como debería.Hoy en día, cada vez que alguien se somete a una cirugía, sin experimentar el dolor inimaginable que era común hace menos de doscientos años, debe una silenciosa palabra de agradecimiento a ese dentista obstinado que decidió experimentar con éter.MÁS INFORMACIÓN noticia Si El descuido del papel amarillo que cambió la historia de los edulcorantes noticia Si El ‘fracaso’ pegajoso que conquistó el mundo: la historia del post-itEs cierto que la anestesia moderna ha evolucionado mucho desde los días de Morton, pero el principio básico sigue siendo el mismo: permitir que los procedimientos médicos se realicen sin dolor. Imaginen por un momento que están en Boston en 1846. Las calles huelen a caballo, la gente lleva sombreros ridículamente altos y, si tienen la mala suerte de necesitar una cirugía, mejor empiecen a rezar y a morder un trozo de cuero. Sí, han leído bien, morder cuero. Y es que ese era uno de los métodos preferidos de «control del dolor» de la época, junto con el whisky.En este pintoresco escenario, entra en escena nuestro protagonista: William TG Morton (1819-1868), un dentista que, como muchos de sus colegas, estaba bastante harto de que sus pacientes gritaran como si estuvieran siendo torturados. Lo cual, técnicamente, era bastante preciso.El dentista experimentadorMorton no era precisamente el estudiante modelo. De hecho, había abandonado la escuela de medicina y se había convertido en dentista a través de un programa de aprendizaje, algo así como «hacerse dentista en diez sencillos pasos». Pero lo que le faltaba en credenciales académicas lo compensaba con curiosidad y, digámoslo de forma amable, con una saludable falta de respeto por las convenciones establecidas.Nuestro protagonista tenía un problema: sus pacientes tenían la molesta costumbre de salir corriendo del consultorio después de su primera visita. Aparentemente, la perspectiva de que alguien te arrancará los dientes sin anestesia no era un gran argumento de marketing.Noticia Relacionada Ciencia por serendipia estandar Si El científico que descubrió el LSD por descuido y su extraño viaje en bicicleta Pedro Gargantilla Albert Hofmann sufrió los efectos de la droga por casualidad mientras trabajaba en su laboratorio. Su regreso a casa cambió la historia de la psicofarmacología y también de la culturaCómo el aburrimiento puede llevar a la genialidadEn sus ratos libres, cuando no estaba persiguiendo pacientes que huían, Morton experimentaba con diferentes sustancias. Una de ellas era el éter sulfúrico, un compuesto que ya era conocido por sus propiedades embriagadoras. De hecho, los jóvenes de la época organizaban fiestas del éter, que vendrían a ser el equivalente victoriano de las fiestas rave, pero con más corsés y menos música electrónica. Morton comenzó a experimentar con el éter en su laboratorio casero. Primero lo probó con su pez dorado, que sobrevivió, luego con su perro (que también sobrevivió), y finalmente, en un acto de valentía o locura total, consigo mismo, que afortunadamente también sobrevivió.El 16 de octubre de 1846 es una fecha que debería estar grabada en oro en la historia de la medicina. Ese día Morton realizó la primera demostración pública de anestesia con éter en el Massachusetts General Hospital, en lo que se conocería como el «Ether Dome», un anfiteatro quirúrgico.El paciente en cuestión fue Gilbert Abbott, un joven que necesitaba que le extirparan un tumor del cuello. En circunstancias normales esta operación habría sido un espectáculo de gritos y horror digno de una película de terror. En su lugar, Abbott inhaló el éter de un aparato diseñado por Morton -básicamente un globo de cristal con algunos tubos y se durmió plácidamente. A continuación, un experimentado cirujano, el doctor John Collins Warren, procedió a operar en un silencio casi sepulcral.Cuando terminó la operación, Warren se volvió hacia la audiencia atónita y pronunció las palabras que pasarían a la historia: «Señores, esto no es un engaño». Lo cual, si lo pensamos bien no es el tipo de frase que inspira mucha confianza en la práctica médica anterior.La ironía del éxitoAquí es donde la historia toma un giro digno de una telenovela victoriana. Morton, embriagado por el éxito intentó patentar su descubrimiento bajo el nombre de «Letheon», como si fuera una marca de refrescos.La comunidad médica, como era de esperar, no estaba muy contenta con la idea de tener que pagar cada vez que quisieran que sus pacientes no gritaran durante una operación.Además, resultó que Morton no era el único que había estado jugando con el éter; Charles Jackson, un químico que había sido mentor de Morton, también reclamó el crédito del descubrimiento, iniciando una batalla legal que duraría décadas.La ironía suprema es que Morton, el hombre que eliminó el dolor de millones de personas, murió en la pobreza, persiguiendo reconocimiento y compensación económica. Pasó sus últimos años viajando entre Boston y Washington DC, intentando que el congreso de los Estados Unidos reconociera su contribución y le pagara por ello.Murió en 1868 derrotado por el dolor emocional.La lección que nos deja la historia de Morton y el éter es un perfecto ejemplo de serendipia en la ciencia: un dentista sin formación formal, experimentando con una sustancia que la gente usaba para divertirse terminó revolucionando la medicina moderna. Pero también es una historia sobre la naturaleza del descubrimiento científico y cómo nuestro sistema de reconocimiento y recompensa no siempre funciona como debería.Hoy en día, cada vez que alguien se somete a una cirugía, sin experimentar el dolor inimaginable que era común hace menos de doscientos años, debe una silenciosa palabra de agradecimiento a ese dentista obstinado que decidió experimentar con éter.MÁS INFORMACIÓN noticia Si El descuido del papel amarillo que cambió la historia de los edulcorantes noticia Si El ‘fracaso’ pegajoso que conquistó el mundo: la historia del post-itEs cierto que la anestesia moderna ha evolucionado mucho desde los días de Morton, pero el principio básico sigue siendo el mismo: permitir que los procedimientos médicos se realicen sin dolor.
Imaginen por un momento que están en Boston en 1846. Las calles huelen a caballo, la gente lleva sombreros ridículamente altos y, si tienen la mala suerte de necesitar una cirugía, mejor empiecen a rezar y a morder un trozo de cuero. Sí, han leído … bien, morder cuero. Y es que ese era uno de los métodos preferidos de «control del dolor» de la época, junto con el whisky.
En este pintoresco escenario, entra en escena nuestro protagonista: William TG Morton (1819-1868), un dentista que, como muchos de sus colegas, estaba bastante harto de que sus pacientes gritaran como si estuvieran siendo torturados. Lo cual, técnicamente, era bastante preciso.
El dentista experimentador
Morton no era precisamente el estudiante modelo. De hecho, había abandonado la escuela de medicina y se había convertido en dentista a través de un programa de aprendizaje, algo así como «hacerse dentista en diez sencillos pasos». Pero lo que le faltaba en credenciales académicas lo compensaba con curiosidad y, digámoslo de forma amable, con una saludable falta de respeto por las convenciones establecidas.
Nuestro protagonista tenía un problema: sus pacientes tenían la molesta costumbre de salir corriendo del consultorio después de su primera visita. Aparentemente, la perspectiva de que alguien te arrancará los dientes sin anestesia no era un gran argumento de marketing.
Cómo el aburrimiento puede llevar a la genialidad
En sus ratos libres, cuando no estaba persiguiendo pacientes que huían, Morton experimentaba con diferentes sustancias. Una de ellas era el éter sulfúrico, un compuesto que ya era conocido por sus propiedades embriagadoras. De hecho, los jóvenes de la época organizaban fiestas del éter, que vendrían a ser el equivalente victoriano de las fiestas rave, pero con más corsés y menos música electrónica.
Morton comenzó a experimentar con el éter en su laboratorio casero. Primero lo probó con su pez dorado, que sobrevivió, luego con su perro (que también sobrevivió), y finalmente, en un acto de valentía o locura total, consigo mismo, que afortunadamente también sobrevivió.
El 16 de octubre de 1846 es una fecha que debería estar grabada en oro en la historia de la medicina. Ese día Morton realizó la primera demostración pública de anestesia con éter en el Massachusetts General Hospital, en lo que se conocería como el «Ether Dome», un anfiteatro quirúrgico.
El paciente en cuestión fue Gilbert Abbott, un joven que necesitaba que le extirparan un tumor del cuello. En circunstancias normales esta operación habría sido un espectáculo de gritos y horror digno de una película de terror. En su lugar, Abbott inhaló el éter de un aparato diseñado por Morton -básicamente un globo de cristal con algunos tubos y se durmió plácidamente. A continuación, un experimentado cirujano, el doctor John Collins Warren, procedió a operar en un silencio casi sepulcral.
Cuando terminó la operación, Warren se volvió hacia la audiencia atónita y pronunció las palabras que pasarían a la historia: «Señores, esto no es un engaño». Lo cual, si lo pensamos bien no es el tipo de frase que inspira mucha confianza en la práctica médica anterior.
La ironía del éxito
Aquí es donde la historia toma un giro digno de una telenovela victoriana. Morton, embriagado por el éxito intentó patentar su descubrimiento bajo el nombre de «Letheon», como si fuera una marca de refrescos.
La comunidad médica, como era de esperar, no estaba muy contenta con la idea de tener que pagar cada vez que quisieran que sus pacientes no gritaran durante una operación.
Además, resultó que Morton no era el único que había estado jugando con el éter; Charles Jackson, un químico que había sido mentor de Morton, también reclamó el crédito del descubrimiento, iniciando una batalla legal que duraría décadas.
La ironía suprema es que Morton, el hombre que eliminó el dolor de millones de personas, murió en la pobreza, persiguiendo reconocimiento y compensación económica. Pasó sus últimos años viajando entre Boston y Washington DC, intentando que el congreso de los Estados Unidos reconociera su contribución y le pagara por ello.
Murió en 1868 derrotado por el dolor emocional.
La lección que nos deja la historia de Morton y el éter es un perfecto ejemplo de serendipia en la ciencia: un dentista sin formación formal, experimentando con una sustancia que la gente usaba para divertirse terminó revolucionando la medicina moderna. Pero también es una historia sobre la naturaleza del descubrimiento científico y cómo nuestro sistema de reconocimiento y recompensa no siempre funciona como debería.
Hoy en día, cada vez que alguien se somete a una cirugía, sin experimentar el dolor inimaginable que era común hace menos de doscientos años, debe una silenciosa palabra de agradecimiento a ese dentista obstinado que decidió experimentar con éter.
Es cierto que la anestesia moderna ha evolucionado mucho desde los días de Morton, pero el principio básico sigue siendo el mismo: permitir que los procedimientos médicos se realicen sin dolor.
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