Marcos Ramos Lama y Juanan Mangudo Fino, 37 y 34 años, no se conocen, pero ambos saben que su futuro será muy parecido. Saben que no podrán moverse, que necesitarán un tubo en la garganta para respirar, que tendrán que alimentarse por sondas, y que para mantenerse en vida requerirán de una persona con ellos 24 horas al día. Además de una edad parecida, de vivir en barrios no muy lejanos en Madrid, tienen en común la ELA, una enfermedad neurológica que va acabando poco a poco (o no tanto) con la movilidad de quienes la padecen.
El Congreso aprueba este jueves una norma llamada a mejorar el día a día de los enfermos de las dolencias neurodegenerativas más crueles
Marcos Ramos Lama y Juanan Mangudo Fino, 37 y 34 años, no se conocen, pero ambos saben que su futuro será muy parecido. Saben que no podrán moverse, que necesitarán un tubo en la garganta para respirar, que tendrán que alimentarse por sondas, y que para mantenerse en vida requerirán de una persona con ellos 24 horas al día. Además de una edad parecida, de vivir en barrios no muy lejanos en Madrid, tienen en común la ELA, una enfermedad neurológica que va acabando poco a poco (o no tanto) con la movilidad de quienes la padecen.
La ley ELA, que este jueves se aprobará ―previsiblemente por unanimidad― en el Congreso de los Diputados, les hará la vida un poco más sencilla a ellos y a los aproximadamente 4.000 enfermos de esta y otras enfermedades neurodegenerativas similares que hay en España: garantiza cuidados sin coste las 24 horas en fases avanzadas, los servicios de fisioterapia, agiliza el reconocimiento de la dependencia, da más cobertura a sus cuidadores, blinda el servicio eléctrico para los que necesiten aparatos conectados a la red… Ambos la celebran, pero también la miran con cierto escepticismo: saben que es un valioso primer paso, pero solo eso, y que entre la ley y su aplicación puede haber un importante trecho.
“¿Qué entienden por fases avanzadas? ¿Que estés con una traqueotomía? Yo todavía no la necesito, pero no puedo quedarme solo: no puedo ir al baño, no puedo vestirme, no puedo comer sin ayuda”, explica Mangudo junto a Tita, su madre, que se ha trasladado a vivir a su casa y le facilita todas estas tareas gracias a que teletrabaja. “Pero las familias no podemos dedicarnos por completo a ellos, también tenemos una vida”, matiza.
Ramos, por su parte, se lamenta de que nunca le han dado una ayuda: “No soy lo suficientemente pobre para recibirlas ni lo suficientemente rico para no necesitarlas”. Este mismo lunes le han notificado una respuesta negativa de la Comunidad de Madrid para subvencionar el reacondicionamiento de su piso. Pese a que de su diagnóstico hace menos de un año y todavía puede valerse por sí mismo, con mucho esfuerzo, para la mayoría de las tareas, llegará un momento en el que necesitará una silla de ruedas. Habrá que ampliar puertas, el baño, adaptar electrodomésticos, comprar una grúa para sacarlo de la cama… el presupuesto es de unos 70.000 euros, algo que la nueva ley no cubre.
Juanan Mangudo Fino, en su casa de Madrid.Álvaro García
También es necesario cambiar el ascensor. El de su comunidad, antiguo y estrecho, ni siquiera para en su planta. Pero los vecinos se niegan a acometer la obra, como también a darle una llave del actual, ya que los padres de su novia (en apenas un par de semanas, esposa), los dueños de la vivienda, no lo pagaron en su día.
Mangudo sabe bien lo difícil que es tener que subir ―”y sobre todo bajar”― las escaleras a pie. Pronto cumplirá cinco años desde su diagnóstico, pero todavía puede caminar, siempre que sea ayudado por alguien. Tita bromea con que parece “las muñecas de Famosa”. Una hora ha llegado a demorarse en descender los tres pisos que separan su puerta de la calle. Hoy ya sería imposible, incluso con asistencia.
Los vecinos de Juanan, sin embargo, vieron claro que era necesario un ascensor cuando le llegó el diagnóstico, iniciaron las obras y hace un año comenzó a funcionar uno adaptado, así como puerta automática en el portal y en la vivienda para que pueda entrar y salir con su silla de ruedas, que cada mañana usa para ir al centro de día para enfermos de ELA que el Hospital Isabel Zendal inauguró hace unos meses.
El caso de Mangudo es atípico. “La progresión está siendo muy lenta”, reconoce. Aunque el pronóstico es muy variable, la esperanza de vida desde el diagnóstico es, como promedio, de tres a cinco años. Alrededor de la mitad de los pacientes, sin embargo, viven tres o más años después de la detección; en torno al 20% sobrevive cinco años o más, y hasta un 10% lo hace más de 10 años. El enfermo más célebre de ELA, Stephen Hawking, la padeció más de 50 años, pero es algo muy excepcional.
Durante todo el proceso de deterioro físico, las facultades mentales se mantienen intactas. Los enfermos de ELA son perfectamente conscientes de todo lo que les pasa (y lo que les va a pasar). Y no solo a ellos, también a sus familias y a su economía. La asociación AdELA calcula que los gastos pueden superar los 40.000 euros anuales en estadios avanzados, algo que la ley pretende amortiguar sufragando los cuidados.
Una vez que entre en vigor, tendrán que ser las comunidades las encargadas de poner en marcha la mayoría de las medidas que propone: son las que evalúan la dependencia, las que prestan sus ayudas, las que tienen las competencias asistenciales que habrán de recibir los pacientes.
Necesidades desde el diagnóstico
Las necesidades de los enfermos, que se disparan en las fases más avanzadas, llegan desde el principio. Lo primero que pidió Ramos fue un psicólogo para hacer frente al duro golpe que le supuso la noticia, pero lo único que le pudieron ofrecer en el hospital fue lorazepam. “El neurólogo me dio el diagnóstico sin casi mirarme, y se fue. Me quedé destrozado, sin nadie a quien recurrir, y me tuvieron que consolar las enfermeras y la señora de la limpieza del hospital Ramón y Cajal”, recuerda.
Eso fue el pasado enero. Antes llevaba meses notando que sus músculos fallaban. Aficionado a la escalada, al buceo, al fútbol, cada vez se fatigaba más. Se había borrado de la liga en la que solía participar con sus amigos y desde un principio sospechó que esos calambres, esa falta de fuerza, podía ser ELA.
Tiene sesiones psicológicas gracias a AdELA, que sufraga la mayor parte del importe, también una de fisioterapia semanal. Pero para retrasar lo más posible el progreso de la enfermedad necesita mucho más que eso. Ya se está gastando más de 500 euros mensuales solo en rehabilitación, algo que la nueva ley también está llamada a solucionar.
Mangudo ha tenido suerte y, al ocupar una de las plazas del Zendal, cuenta con varias sesiones a la semana gratuitas. Pero no hay puestos para todos los enfermos que lo necesitan: la mayoría se la ha de sufragar, buscar ayudas y tirar de familiares para que les atiendan, que acaban dedicándose prácticamente por completo a su cuidado.
En el Zendal, además de la rehabilitación, socializa con otros enfermos y les guía sobre lo que les deparará la enfermedad: ningún otro lleva tantos años diagnosticado. Él tenía 29 años cuando le confirmaron la noticia: “Me hicieron un prediagnóstico que fue muy duro, me pasé días sin hablar. Pero dos meses después, cuando fue el definitivo, saqué mucha fuerza para afrontarlo”.
Ha estado trabajando ―es informático― hasta hace unos meses, tecleando con los nudillos, pero ya era imposible continuar. Desde poco después del diagnóstico abrió un canal de YouTube y, a través de las redes sociales, trabaja para compartir sus vivencias y hacer consciente a la sociedad de lo que supone la ELA.
Los dos treintañeros afrontan de forma similar su enfermedad. “Ante todo soy feliz. He montado en bici, he visto atardeceres, amaneceres, me han engañado, he engañado. Tengo los deberes hechos”, dice Ramos. “Siempre he tenido muchas ganas de vivir, la vida me encanta y eso no ha cambiado. Solo que ahora ya no puedo hacer nada solo”, proclama Mangudo.
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