La periferia del G2

Donald Trump prefiere coerción arancelaria y negociación bilateral Leer Donald Trump prefiere coerción arancelaria y negociación bilateral Leer  

El periplo asiático de Donald Trump culminó el jueves en la cumbre de Busan con el presidente chino. Se le resistió Kim Jong Un, oficialmente «no encontraron modo de ajustar las agendas». De camino, paró en Doha a tomar razón de sus nuevos BFFs (Best Friends Forever), los autócratas qataríes, con el emir a la cabeza. Le vimos en un bailecito -que se consolida como sello personal-, junto al primer ministro malasio, que le seguía desde un aplauso de pila Duracell. Y por fin antes del evento cimero, recaló en Tokio para cobrarse en contratos la seguridad que brinda.

Un show por entregas, salpicado de alfombras rojas y gestos calculados. Washington, en pleno shutdown administrativo, mantuvo un viaje mezcla de urgencia (verse las caras con Xi) y espectáculo (todo lo demás). Trump empalmó encuentros de a uno, rehuyó grandes foros y transformó -una vez más- la diplomacia en coreografía: honores, símbolos, anuncios rutilantes de lentejuelas.

Detrás de la puesta en escena, objetivos claros: monetizar la «protección» a aliados y afines, y arrebañar «acuerdos» al dragón que -frágiles y aún falaces- porten su impronta. Proclamó el G2, enunciado en su cuenta de Truth Social poco antes de la reunión («THE G2 WILL BE CONVENING SHORTLY!», con sus mayúsculas características). Y resumió la tenida en habitual hipérbole: «en una escala del cero al 10, siendo 10 la mejor puntuación, diría que la reunión mereció un 12». Del detalle se sabe poco: falta traducir para firma los apretones de manos. Pero ya sabemos que las grandes cuestiones, como la sobrecapacidad china en sectores críticos o los asuntos de propiedad intelectual, ni se abordaron.

La expectación tenía base. Llevamos años transitando de la globalización confiada a la interdependencia tensa. Impuestos en frontera, controles a tecnologías específicas, restricciones de exportaciones clave: comercio y seguridad se entrelazan. Xi no improvisa; desde 2015, con el Made in China 2025, inició un giro hacia la autonomía tecnológica y resiliencia industrial que hoy se despliega con método. Tampoco oculta Trump sus preferencias: coerción arancelaria, negociación bilateral y recompensas aparentes. No es el orden liberal de reglas; es un orden de transacciones, jerarquías y lealtades.

Washington pretendía alivios mercantiles y garantías en líneas de suministro; amenazaba con su navaja suiza -las ubicuas tariffs– si Pekín no aflojaba en minerales críticos. Xi, por su parte, buscaba rebajar la presión. Y dejar al margen Taiwán. China no ambiciona sólo «salidas al mar»: quiere el Pacífico. Necesita romper la Primera Cadena de Islas -ese arco que va de Japón hasta Vietnam- donde disputa soberanías, y que percibe como cerrojo a su proyección natural. El tablero central de la rivalidad es oceánico y tecnológico, no meramente aduanero.

En paralelo a este duelo de fondo y los respiros que se conceden los contrincantes, el entorno asiático se reconfigura y reafirma. Japón, con Sanae Takaichi -flamante mujer pionera al frente del gobierno, rendida seguidora de Margaret Thatcher-, culmina el mayor viraje en política de seguridad desde la posguerra: más gasto, más capacidades, más coordinación hacia Estados Unidos, y un lenguaje sin ambigüedades sobre Taiwán. Corea del Sur navega entre su alianza militar (de la que los ciudadanos recelan, con reflejo en los sondeos de opinión, en los que cerca de un 70% de la población es favorable a tener bomba atómica propia) y la subordinación económica a Pekín. Las capitales del Sudeste Asiático ajustan posiciones en el mar de China Meridional. En la región todos afrontan riesgos y gestionan la incertidumbre reinante, calibrando cada centímetro cuadrado de su soberanía.

Conviene enmarcar esta situación en la reflexión sobre la relación de poder y geografía que atraviesa la historia moderna: la oposición entre poder marítimo y poder continental. La primera corriente, que ve la supremacía en el control de rutas y cuellos de botella -ese cinturón de islas y costas que rodea Eurasia-. La segunda, que asocia la preeminencia a la dominación de la gran masa euroasiática y de sus riquezas naturales.

La disposición actual combina ambas lógicas: el pulso por el Pacífico (China se ha dotado de 200 veces la capacidad de construcción naval de EEUU) y el movimiento terrestre que avanza desde Asia Central hacia el Mediterráneo a través de la Nueva Ruta de la Seda. De ese entrecruce -de mares y tierras, de tecnología y recursos- emerge la arquitectura del siglo XXI.

Así, aflora una bipolaridad -el G2 oficializado por Trump- con periferia de peso. Dos hiperpotencias que pactan treguas entre ellas mientras tantean fijar áreas de influencia, y un amplio elenco de países que rehúsa encuadrarse sin condiciones. India, Indonesia, Brasil, Turquía, Sudáfrica, el Golfo… exploran margen para entenderse con ambos, diversifican colaboraciones sectoriales y aspiran a normas que acoten la arbitrariedad de los fuertes. No es una periferia pasiva; es el espacio donde debería empezar a aflojar el cierre del sistema en dos esferas impermeables.

Mientras, la UE observa, vacila y paga la factura. Resultó emblemático que, coincidiendo con el comienzo de este viaje trumpiano, el ministro de Asuntos Exteriores alemán renunciara a su visita a China por no presentar la contraparte agenda de contenido (Alemania se encabrita). El instinto multilateral de Bruselas se da de bruces con un tiempo en el que todo se arma y la política de poder impone sus ritmos. No basta con proclamar principios; hay que sostenerlos con medios. La bipolaridad con periferia no es un destino; es un campo donde a los actores medianos cabría inclinar la balanza hacia un orden reglado, no el feudalizante que apunta. La tarea europea pasa por convertir su experiencia única normativa en capacidad de acción.

Trump y Xi encarnan planteamientos globales alternativos. El de Trump contradice el orden liberal del que EEUU fue artífice señero. Prefiere la fuerza del trato directo a la mediación de las reglas, devalúa los foros colectivos y mide el éxito en concesiones visibles. El de Xi es estratégico, enraizado en la historia del Imperio del Medio: diseño a largo plazo, autosuficiencia tecnológica, cadenas de valor bajo control y expansión de autoridad en su vecindad. Ambos chocan en el Pacífico; ambos compiten por el dominio. Entre ambos, un mundo que no quiere ser satélite y que puede -si se organiza- impedir que regresemos al siglo XIX de imperios y áreas de influencia.

La cumbre entre Trump y Xi no resuelve nada por sí sola. Sí puede, sin embargo, fijar el tono de lo que viene: más prueba de voluntades, más tentación de esferas exclusivas. La respuesta responsable no es resignarse ni dramatizar, sino anclar la incertidumbre en instituciones, cooperaciones sustantivas y capacidades. Si Europa -con España como parte activa- decide ser puente y arquitecto, impulsando la afirmación de la periferia consciente, el siglo XXI no quedará apresado entre dos hiperpotencias. Quedará abierto a un equilibrio donde el poder tenga límites y las reglas, eficacia. Esa es hoy esperanza y deber de ciudadanos y líderes.

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