Lo de Nadal es inexplicable

Si en Australia Rafael Nadal redefinía lo imposible, campeón tras seis meses parado, Grand Slam número 21, en París empieza de cero el tenis y se inventa el suyo propio, que tiene como reglas que no se puede dudar nunca de él, que se juega con la raqueta y más aún con orgullo, que los peloteos son contra los rivales y contra lo inexplicable, que habrá siempre una casilla para hallar el nivel exigido y exigente, contra todos los elementos, contra todos los dolores. Nadal juega al Nadal, ganarse a sí mismo: decimocuarto mordisco en París. Título 22 de Grand Slam. No es el mejor de los mejores, es un paso más. No se sabe lo que es.Decía Carlos Moyà que no era este ruedo, esta Philippe Chatrier sin una butaca libre, el mejor lugar para estrenar una final de Grand Slam. Especialmente con un jugador tan consagrado como Nadal. Porque en París, Nadal sale a la pista con el primer punto en su bolsillo. Son diez segundos de presentación para el noruego y casi dos minutos para el balear. Treinta segundos solo contando el presentador las bondades del español en París: «Campeón de Roland Garros en 2005, 2006, 2007, 2008, 2010…». Y ahí se dejan de escuchar los ocho restantes títulos porque es la grada la que toma el control: aplausos, vítores, en pie, que culminan con un «Rafa, Rafa, Rafa» atronador. Ruud, lo sabe, se enfrenta a todo eso.Lo sabe Nadal, que no comienza arrollador como ante Djokovic. Sabe que no lo necesita. Pierde su segundo turno de saque, pero es 4-1 a su favor a la media hora. Algo frío al inicio, pero todo bajo control. Empuja a Ruud al fallo, porque conoce la pista mejor que nadie, porque sabe que su presencia hace mella en las manos rivales. Sobre todo en novatos como Ruud, torneo magnífico pero cuesta soltarse en la final ante su ídolo y referente. No es lo mismo ver por televisión las derechas que toman fuerza en la muñeca del balear, cada vez más dañinas las paralelas, que sufrir su efecto y su velocidad en la propia.A pesar del cielo gris, Nadal comienza a sacar el sol y el calor, activo ya para prolongar los intercambios desde el fondo lo que haga falta, para llegar a lo que trata de inventarse Ruud, que no es mucho y no siempre acertado, y para proponer otro nivel con el primer set en el zurrón. Todo lo tiene bueno Ruud, saque, derecha, revés, pero nada definitivo, y, aunque va soltándose, roba otro turno de saque al inicio del segundo set, va entendiendo qué significa jugar contra Nadal, aquí. Todo lo hace bien Ruud, dejadas, subidas a la red, ángulos, saques potentes; pero todo lo hace mejor Nadal: contradejadas, voleas letales, ángulos más pronunciados, restos impecables. De vuelta al control, todavía al 80 % tirando hacia lo alto. ¿Para qué más? «Hala, Madrid», «A por la 14», empuja la grada además, después de tímidos «Ruuuuuud».Ruud ofrece todo lo que tiene, mucho en tierra, 95 victorias en rojo; pero ya no frena Nadal, que muestra el colmillo. Hay una volea buena del noruego, una derecha mejor, un smash, otro más y otro, pero el punto es de Nadal. Y el juego, y el break, y dos juegos en blanco, y el segundo break, y el segundo set. Ruud salva las tres primeras opciones porque tiembla todo; doble falta para claudicar.La pelota está viva y revolucionada. Despejadas las nubes grises, Nadal brilla. Tranquilidad en el palco, no como con Zverev, que se sufrió mucho. La decimocuarta copa en París se abraza el domingo, pero se empieza a ganar en la segunda ronda de Roma, retirada con un pie destrozado. Se perfila con Auger-Aliassime, convencido de que el pie aguantará. Y se toca en el duelo de los duelos, ante Djokovic, cuartos con aire de final. Con todo en contra, halla la versión que parecía no tener. Esa magia inexplicable en todas las pistas, todos los momentos, 92 títulos, 22 Grand Slams, sobre todo aquí, su París.Superada la batalla psicológica y física ante el serbio, acribillado en la moral porque se veía más entero, se sufrió un bajón en semifinales, pero apareció el deporte también cuando más lo requerían sus fuerzas: ese tobillo retorcido de Zverev, que lleva a Nadal a la final, con solo set y medio jugados, en el día de su cumpleaños. El domingo se sopla la última vela, contra alguien al que se respeta porque ha habido muchos días de entrenamientos en la Academia y de golf en Manacor. Le basta al balear subir un poquito la aceleración para que el tercer set se convierta en otra de esas lecciones para que el alumno aventajado tome apuntes. Se lo verá en más finales, seguro, con ese juego vivo y que casi parece de otras épocas, que tan bien funciona en tierra. Pero era este el día para que Nadal culminara su propia aventura, con la enésima resurrección en ese deporte al que solo juega él: 22 Grand Slams desde el abismo.Y, sin embargo, sigue habiendo emoción, el gesto de esconder la cara bajo las manos, pero no de dolor, como hace menos de un mes, sino de alegría, de orgullo, de levantarse a lo Nadal. Hay carrera hacia su palco, abrazos, gracias por el apoyo en los peores momentos. Hay un niño que gana y que gana y que gana al tenis; hay un tenista que se inventa otro deporte en el que son sus reglas, sus golpes, sus victorias. Y su única verdad, que sirve de explicación a lo inexplicable: Nadal. Si en Australia Rafael Nadal redefinía lo imposible, campeón tras seis meses parado, Grand Slam número 21, en París empieza de cero el tenis y se inventa el suyo propio, que tiene como reglas que no se puede dudar nunca de él, que se juega con la raqueta y más aún con orgullo, que los peloteos son contra los rivales y contra lo inexplicable, que habrá siempre una casilla para hallar el nivel exigido y exigente, contra todos los elementos, contra todos los dolores. Nadal juega al Nadal, ganarse a sí mismo: decimocuarto mordisco en París. Título 22 de Grand Slam. No es el mejor de los mejores, es un paso más. No se sabe lo que es.Decía Carlos Moyà que no era este ruedo, esta Philippe Chatrier sin una butaca libre, el mejor lugar para estrenar una final de Grand Slam. Especialmente con un jugador tan consagrado como Nadal. Porque en París, Nadal sale a la pista con el primer punto en su bolsillo. Son diez segundos de presentación para el noruego y casi dos minutos para el balear. Treinta segundos solo contando el presentador las bondades del español en París: «Campeón de Roland Garros en 2005, 2006, 2007, 2008, 2010…». Y ahí se dejan de escuchar los ocho restantes títulos porque es la grada la que toma el control: aplausos, vítores, en pie, que culminan con un «Rafa, Rafa, Rafa» atronador. Ruud, lo sabe, se enfrenta a todo eso.Lo sabe Nadal, que no comienza arrollador como ante Djokovic. Sabe que no lo necesita. Pierde su segundo turno de saque, pero es 4-1 a su favor a la media hora. Algo frío al inicio, pero todo bajo control. Empuja a Ruud al fallo, porque conoce la pista mejor que nadie, porque sabe que su presencia hace mella en las manos rivales. Sobre todo en novatos como Ruud, torneo magnífico pero cuesta soltarse en la final ante su ídolo y referente. No es lo mismo ver por televisión las derechas que toman fuerza en la muñeca del balear, cada vez más dañinas las paralelas, que sufrir su efecto y su velocidad en la propia.A pesar del cielo gris, Nadal comienza a sacar el sol y el calor, activo ya para prolongar los intercambios desde el fondo lo que haga falta, para llegar a lo que trata de inventarse Ruud, que no es mucho y no siempre acertado, y para proponer otro nivel con el primer set en el zurrón. Todo lo tiene bueno Ruud, saque, derecha, revés, pero nada definitivo, y, aunque va soltándose, roba otro turno de saque al inicio del segundo set, va entendiendo qué significa jugar contra Nadal, aquí. Todo lo hace bien Ruud, dejadas, subidas a la red, ángulos, saques potentes; pero todo lo hace mejor Nadal: contradejadas, voleas letales, ángulos más pronunciados, restos impecables. De vuelta al control, todavía al 80 % tirando hacia lo alto. ¿Para qué más? «Hala, Madrid», «A por la 14», empuja la grada además, después de tímidos «Ruuuuuud».Ruud ofrece todo lo que tiene, mucho en tierra, 95 victorias en rojo; pero ya no frena Nadal, que muestra el colmillo. Hay una volea buena del noruego, una derecha mejor, un smash, otro más y otro, pero el punto es de Nadal. Y el juego, y el break, y dos juegos en blanco, y el segundo break, y el segundo set. Ruud salva las tres primeras opciones porque tiembla todo; doble falta para claudicar.La pelota está viva y revolucionada. Despejadas las nubes grises, Nadal brilla. Tranquilidad en el palco, no como con Zverev, que se sufrió mucho. La decimocuarta copa en París se abraza el domingo, pero se empieza a ganar en la segunda ronda de Roma, retirada con un pie destrozado. Se perfila con Auger-Aliassime, convencido de que el pie aguantará. Y se toca en el duelo de los duelos, ante Djokovic, cuartos con aire de final. Con todo en contra, halla la versión que parecía no tener. Esa magia inexplicable en todas las pistas, todos los momentos, 92 títulos, 22 Grand Slams, sobre todo aquí, su París.Superada la batalla psicológica y física ante el serbio, acribillado en la moral porque se veía más entero, se sufrió un bajón en semifinales, pero apareció el deporte también cuando más lo requerían sus fuerzas: ese tobillo retorcido de Zverev, que lleva a Nadal a la final, con solo set y medio jugados, en el día de su cumpleaños. El domingo se sopla la última vela, contra alguien al que se respeta porque ha habido muchos días de entrenamientos en la Academia y de golf en Manacor. Le basta al balear subir un poquito la aceleración para que el tercer set se convierta en otra de esas lecciones para que el alumno aventajado tome apuntes. Se lo verá en más finales, seguro, con ese juego vivo y que casi parece de otras épocas, que tan bien funciona en tierra. Pero era este el día para que Nadal culminara su propia aventura, con la enésima resurrección en ese deporte al que solo juega él: 22 Grand Slams desde el abismo.Y, sin embargo, sigue habiendo emoción, el gesto de esconder la cara bajo las manos, pero no de dolor, como hace menos de un mes, sino de alegría, de orgullo, de levantarse a lo Nadal. Hay carrera hacia su palco, abrazos, gracias por el apoyo en los peores momentos. Hay un niño que gana y que gana y que gana al tenis; hay un tenista que se inventa otro deporte en el que son sus reglas, sus golpes, sus victorias. Y su única verdad, que sirve de explicación a lo inexplicable: Nadal.  

Si en Australia Rafael Nadal redefinía lo imposible, campeón tras seis meses parado, Grand Slam número 21, en París empieza de cero el tenis y se inventa el suyo propio, que tiene como reglas que no se puede dudar nunca de él, que se juega con la raqueta y más aún con orgullo, que los peloteos son contra los rivales y contra lo inexplicable, que habrá siempre una casilla para hallar el nivel exigido y exigente, contra todos los elementos, contra todos los dolores. Nadal juega al Nadal, ganarse a sí mismo: decimocuarto mordisco en París. Título 22 de Grand Slam. No es el mejor de los mejores, es un paso más. No se sabe lo que es.

Decía Carlos Moyà que no era este ruedo, esta Philippe Chatrier sin una butaca libre, el mejor lugar para estrenar una final de Grand Slam. Especialmente con un jugador tan consagrado como Nadal. Porque en París, Nadal sale a la pista con el primer punto en su bolsillo. Son diez segundos de presentación para el noruego y casi dos minutos para el balear. Treinta segundos solo contando el presentador las bondades del español en París: «Campeón de Roland Garros en 2005, 2006, 2007, 2008, 2010…». Y ahí se dejan de escuchar los ocho restantes títulos porque es la grada la que toma el control: aplausos, vítores, en pie, que culminan con un «Rafa, Rafa, Rafa» atronador. Ruud, lo sabe, se enfrenta a todo eso.

Lo sabe Nadal, que no comienza arrollador como ante Djokovic. Sabe que no lo necesita. Pierde su segundo turno de saque, pero es 4-1 a su favor a la media hora. Algo frío al inicio, pero todo bajo control. Empuja a Ruud al fallo, porque conoce la pista mejor que nadie, porque sabe que su presencia hace mella en las manos rivales. Sobre todo en novatos como Ruud, torneo magnífico pero cuesta soltarse en la final ante su ídolo y referente. No es lo mismo ver por televisión las derechas que toman fuerza en la muñeca del balear, cada vez más dañinas las paralelas, que sufrir su efecto y su velocidad en la propia.

A pesar del cielo gris, Nadal comienza a sacar el sol y el calor, activo ya para prolongar los intercambios desde el fondo lo que haga falta, para llegar a lo que trata de inventarse Ruud, que no es mucho y no siempre acertado, y para proponer otro nivel con el primer set en el zurrón. Todo lo tiene bueno Ruud, saque, derecha, revés, pero nada definitivo, y, aunque va soltándose, roba otro turno de saque al inicio del segundo set, va entendiendo qué significa jugar contra Nadal, aquí. Todo lo hace bien Ruud, dejadas, subidas a la red, ángulos, saques potentes; pero todo lo hace mejor Nadal: contradejadas, voleas letales, ángulos más pronunciados, restos impecables. De vuelta al control, todavía al 80 % tirando hacia lo alto. ¿Para qué más? «Hala, Madrid», «A por la 14», empuja la grada además, después de tímidos «Ruuuuuud».

Ruud ofrece todo lo que tiene, mucho en tierra, 95 victorias en rojo; pero ya no frena Nadal, que muestra el colmillo. Hay una volea buena del noruego, una derecha mejor, un smash, otro más y otro, pero el punto es de Nadal. Y el juego, y el break, y dos juegos en blanco, y el segundo break, y el segundo set. Ruud salva las tres primeras opciones porque tiembla todo; doble falta para claudicar.

La pelota está viva y revolucionada. Despejadas las nubes grises, Nadal brilla. Tranquilidad en el palco, no como con Zverev, que se sufrió mucho. La decimocuarta copa en París se abraza el domingo, pero se empieza a ganar en la segunda ronda de Roma, retirada con un pie destrozado. Se perfila con Auger-Aliassime, convencido de que el pie aguantará. Y se toca en el duelo de los duelos, ante Djokovic, cuartos con aire de final. Con todo en contra, halla la versión que parecía no tener. Esa magia inexplicable en todas las pistas, todos los momentos, 92 títulos, 22 Grand Slams, sobre todo aquí, su París.

Superada la batalla psicológica y física ante el serbio, acribillado en la moral porque se veía más entero, se sufrió un bajón en semifinales, pero apareció el deporte también cuando más lo requerían sus fuerzas: ese tobillo retorcido de Zverev, que lleva a Nadal a la final, con solo set y medio jugados, en el día de su cumpleaños. El domingo se sopla la última vela, contra alguien al que se respeta porque ha habido muchos días de entrenamientos en la Academia y de golf en Manacor.

Le basta al balear subir un poquito la aceleración para que el tercer set se convierta en otra de esas lecciones para que el alumno aventajado tome apuntes. Se lo verá en más finales, seguro, con ese juego vivo y que casi parece de otras épocas, que tan bien funciona en tierra. Pero era este el día para que Nadal culminara su propia aventura, con la enésima resurrección en ese deporte al que solo juega él: 22 Grand Slams desde el abismo.

Y, sin embargo, sigue habiendo emoción, el gesto de esconder la cara bajo las manos, pero no de dolor, como hace menos de un mes, sino de alegría, de orgullo, de levantarse a lo Nadal. Hay carrera hacia su palco, abrazos, gracias por el apoyo en los peores momentos. Hay un niño que gana y que gana y que gana al tenis; hay un tenista que se inventa otro deporte en el que son sus reglas, sus golpes, sus victorias. Y su única verdad, que sirve de explicación a lo inexplicable: Nadal.

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