Los horrores de las cárceles comunistas de Rumania buscan abrirse un hueco en el patrimonio universal de la Unesco

En la antigua cárcel comunista de Jilava, a unos diez kilómetros de Bucarest, Niculina Moica empuja el pesado portón oxidado de la entrada. Desolada por los recuerdos, pero también por la decrepitud del funesto lugar, donde estuvo detenida durante cuatro meses cuando tenía 16 años, la presidenta de honor de la Asociación de Presos Políticos de Rumania, ya octogenaria, avisa antes de acceder a la macabra prisión: “Sus muros encierran la infausta memoria de los miles detenidos políticos que padecimos la represión más rancia que la dictadura comunista inició a finales de los cuarenta mediante la imposición de un aterrador régimen estalinista”.

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 El Gobierno rumano quiere aprovechar el interés de Naciones Unidas por reconocer lugares que reflejan el sufrimiento para reaprender la historia y frenar el auge de ideas dictatoriales  

En la antigua cárcel comunista de Jilava, a unos diez kilómetros de Bucarest, Niculina Moica empuja el pesado portón oxidado de la entrada. Desolada por los recuerdos, pero también por la decrepitud del funesto lugar, donde estuvo detenida durante cuatro meses cuando tenía 16 años, la presidenta de honor de la Asociación de Presos Políticos de Rumania, ya octogenaria, avisa antes de acceder a la macabra prisión: “Sus muros encierran la infausta memoria de los miles detenidos políticos que padecimos la represión más rancia que la dictadura comunista inició a finales de los cuarenta mediante la imposición de un aterrador régimen estalinista”.

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Rumania abre una grieta en el pasado

Ahora, esta fortaleza destinada a defender la capital en el siglo XIX —y que se ha convertido en un símbolo de la represión política entre 1948 y 1964— figura en la lista de los cinco centros penitenciarios que el Ministerio de Cultura de este país de la Europa del Este presentó a mediados de abril ante la Unesco para que sean declarados patrimonio universal. EL PAÍS ha podido visitar este sitio y otros dos, Sighet y Pitesti, gracias al Instituto Cultural Rumano (ICR). Todo apunta a que ingresarán en ese codiciado listado, aseguran las autoridades competentes. El Esma, el mayor centro de torturas de la dictadura argentina, y sitios conmemorativos del genocidio en Ruanda —Nyamata, Murambi, Gisozi y Bisesero— entraron a formar parte de este selecto grupo en septiembre del pasado año como parte de una estrategia de Naciones Unidas con la que pretende reconocer los lugares que reflejan el sufrimiento y la violencia para incidir en la memoria del pasado reciente y, así, tratar de frenar los horrores del presente, como el auge de ideas dictatoriales.

“Es una pena la desidia con la que se ha tratado un pasado que se cierne sobre la sociedad continuamente”, expresa Moica, quien considera que su inclusión también permitiría detener el deterioro de la prisión. “Es una lástima”, deplora, mientras mira la fachada destartalada. Las camas de chatarra corroídas y los pasillos lúgubres que provocan pavor solo se pueden visitar con la autorización de la administración penitenciaria. “¡En otras partes del mundo estos lugares están abiertos al público!”, clama la antigua disidente, que pasó cinco años entre rejas tras ser condenada a 20 años de cárcel y trabajos forzados en 1959 por participar en una organización juvenil anticomunista. Tanto Moica como otros escasos supervivientes de las antiguas prisiones luchan por transformar estos lugares en “testimonios cruciales de la realidad del régimen”, explica. “Por la forma en que nos torturaron y las condiciones inhumanas que soportamos como las palizas, la escasa y repugnante comida que nos proporcionaron y el frío que pasamos”, apuntala.

La museóloga Andrea Dobes, en el memorial con velas en la antigua cárcel de Sighet en Rumania.Raúl Sánchez Costa

Las celdas de Jilava están enterradas a diez metros de profundidad en una colina, lo que genera un aura tétrica e inquietante. “Eran tenebrosas y húmedas, parecía como si nos hubiesen encerrado en un agujero”, rememora Moica, que llegó la víspera de Navidad bajo una gélida llovizna: “Pensé que me iban a disparar”. Después de cada visita a la prisión, se ducha con celeridad para eliminar la sensación de impureza. Durante la dictadura (1945-1989) funcionaron 44 cárceles y 72 campos de trabajos forzados que albergaron a más de 150.000 presos políticos, según el instituto responsable de investigar los crímenes comunistas, que estima que el número de ciudadanos condenados ronda los 600.000 en ese periodo. Si bien algunos penitenciarios todavía acogen a detenidos, muchos fueron cerrados, demolidos o comprados por empresas. Solo dos de ellos, con la ayuda de fondos privados, han sido convertidos en museos.

Patio techado de la antigua cárcel de Sighet, en Rumania.Raúl Sánchez Costa

La actual ministra de Cultura, Raluca Turcan, crítica a sus predecesores por haber descuidado el pasado y evoca como “deber moral” dar a conocer a las generaciones futuras acontecimientos dolorosos de la historia reciente de Rumania. “Las antiguas prisiones comunistas de Sighet, Pitesti, Jilava, Ramnicu Sarat y Fagaras, que representan el fenómeno de la opresión comunista, son lugares simbólicos que guardan la memoria de las víctimas del régimen totalitario. Su inscripción en el Patrimonio Mundial de la Unesco reconocería la importancia de la memoria histórica y la educación sobre la represión política, garantizando así la preservación y transmisión de estas lecciones a otras generaciones”, remarca Turcan.

Reaprender la memoria

Al borde de la frontera con Ucrania, a casi 600 kilómetros al norte de la capital rumana, se halla la cárcel de Sighet, un centro penitenciario con presos comunes que llegó a convertirse en una de máxima seguridad en el primer lustro de los cincuenta. Durante ese tiempo, fueron trasladados en el más absoluto secreto doscientas personalidades; entre ellas, el ex primer ministro Iuliu Maniu —quien murió en su celda—, otros altos cargos políticos, periodistas, militares y sacerdotes. “Tenemos constancia de que fallecieron 54 personas, aunque fueron enterradas en lugares aún sin identificar”, subraya Andrea Dobes, museóloga del Memorial de las Víctimas del Comunismo y de la Resistencia, mientras señala un escalofriante calabozo de castigo. “Los presos considerados recalcitrantes eran encadenados a unos grilletes en el centro de la mazmorra, los mantenían sujetos por los pies a una parrilla sumergidos en agua; desnudos y descalzos, con hambre y frío, y atados a veces, eran obligados a permanecer de pie todo el día en la oscuridad”, pormenoriza Dobes.

Celda de la antigua cárcel de Sighet en Bucarest.Raúl Sánchez Costa

El museo de Sighet, que se utilizó como depósito de sal, legumbres y neumáticos antes de ser abandonado, es el más grande del país sobre la dictadura comunista. Más de 130.000 visitantes al año se encuentran con una descripción de anomalías políticas que trajeron dolor y muerte, indica Dobes. Pero su creación costó años de lucha a su fundadora, la poeta y ensayista Ana Blandiana, quien recogerá a finales de este mes de octubre el premio Princesa de Asturias de las Letras.

Todo comenzó tras la caída del comunismo en 1989, cuando el Consejo Europeo alentó a Blandiana a presentar un proyecto para erigir un lugar que sirva para “reaprender la memoria”. “La mayor victoria del comunismo fue la creación del hombre sin memoria, un hombre nuevo con el cerebro lavado, que no debía recordar nada de lo que fue, ni de lo que tuvo, ni lo que hizo antes; por eso, el Memorial de las Víctimas del Comunismo y de la Resistencia representa una forma de contrarrestar esa victoria y resucitar la memoria colectiva”, recalca Blandiana. La autora, que fue investida doctor Honoris Causa por la Universidad de Salamanca, descubrió durante la pandemia cuatro cuadernos y un diario escritos pocos meses antes de la caída del régimen y que acabaron en un exitoso libro, sobre todo entre los más jóvenes. “Mientras leía las páginas, me sorprendió que la dictadura fue mucho peor de lo que recordaba; me di cuenta de que los recuerdos se edulcoraron”.

Entrada con memorial de un preso en la cárcel de Pitesti, Rumania.Raúl Sánchez Costa

A una escala menor aunque con el mismo propósito, el Memorial de la Prisión de Pitesti revive a través de testimonios el martirio vivido por unos 600 estudiantes que fueron atormentados física y psicológicamente entre noviembre de 1949 y mayo de 1951. Un agente de la KGB implementó el conocido como Experimento Pitesti, que consistía en obligar mediante la violencia a ser no solo informadores sino torturadores. Precisamente, una de las víctimas acabó convirtiéndose en uno de los máximos responsables del atroz ensayo, el más terrorífico del bloque de la Europa del Este. “Si se logra incluir como patrimonio universal, nadie pondrá en duda la importancia de estos lugares”, confía María Axinte, que inició este proyecto por iniciativa propia hace diez años. “Fueron torturados y forzados a repudiar a sus familiares, amigos y principios para demostrar que se habían transformado en personas nuevas y en agresores de otras víctimas”, cuenta Axinte, antes de enseñar la sala donde se practicaban actos satánicos y ahora transmutada en un lugar de culto religioso: “Fue una operación diabólica de despersonalización, de destrucción de uno mismo y de asesinato moral”.

Este experimento finalizó tras una investigación criminal por la presión internacional y un seudo macroproceso entre 1953 y 1954, sin condenar a sus verdaderos creadores. Sin embargo, el método de sometimiento en masa a través del chantaje psicológico y la agresión subliminal siguió vigente durante el régimen. Esta antigua cárcel, clasificada el año pasado como monumento histórico, acoge cada año a unos 10.000 visitantes. Pero su fundadora, de 34 años, aún lamenta “la falta de interés del Estado y la falta de comprensión” de un pasado que moldea la mentalidad de los ciudadanos.

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