El 20 de agosto de 1989, dos bronceadísimos y aparentemente afortunados chicos de 21 y 19 años, los hermanos Lyle y Erik Menéndez, entraron en su mansión de Beverly Hills, situada en el 722 de North Drive Elm, y dispararon a bocajarro contra sus padres, reventándoles las rodillas, una mano, las cabezas. En el momento en que sus hijos irrumpieron en la poco iluminada sala de estar de la familia, José y Kitty estaban viendo una película de James Bond, La espía que me amó. Curiosamente, fue otra película de James Bond, Licencia para matar, la que los hermanos aseguraron haber estado viendo esa noche, en un cine cercano, mientras ocurrían los asesinatos. Las entradas fueron su coartada. Regresaron tarde —se habían deshecho de los cartuchos, habían enterrado las escopetas en Mulholland Drive— y, al descubrir los cadáveres, llamaron a Emergencias. Su actuación ante las autoridades fue tan convincente que si uno de los hermanos no hubiera acabado confesando el crimen a su psicólogo, tal vez seguirían en libertad.
La segunda entrega de la antología que Ryan Murphy e Ian Brennan dedican a asesinos despiadados radiografía un espectacular parricidio en Beverly Hills cuyas causas jamás se dieron por válidas y explora la idea de las múltiples versiones de todo crimen
El 20 de agosto de 1989, dos bronceadísimos y aparentemente afortunados chicos de 21 y 19 años, los hermanos Lyle y Erik Menéndez, entraron en su mansión de Beverly Hills, situada en el 722 de North Drive Elm, y dispararon a bocajarro contra sus padres, reventándoles las rodillas, una mano, las cabezas. En el momento en que sus hijos irrumpieron en la poco iluminada sala de estar de la familia, José y Kitty estaban viendo una película de James Bond, La espía que me amó. Curiosamente, fue otra película de James Bond, Licencia para matar, la que los hermanos aseguraron haber estado viendo esa noche, en un cine cercano, mientras ocurrían los asesinatos. Las entradas fueron su coartada. Regresaron tarde —se habían deshecho de los cartuchos, habían enterrado las escopetas en Mulholland Drive— y, al descubrir los cadáveres, llamaron a Emergencias. Su actuación ante las autoridades fue tan convincente que si uno de los hermanos no hubiera acabado confesando el crimen a su psicólogo, tal vez seguirían en libertad.
Pero lo hizo. Y es precisamente con esa confesión con la que Ryan Murphy e Ian Brennan abren esta segunda entrega de la antología Monstruos (Netflix) que dio comienzo con la terrorífica historia del trepanador de cerebros, y vísceras, Dahmer, centrada en lo que ocurrió tras las puertas de tan supuestamente idílico lugar, la mansión de los Menéndez, en la que habían vivido Prince y Elton John, un paraíso convertido en un infierno ante la exigencia, siempre supuesta —nada sigue del todo claro en el caso—, de ser mejor. A un hombre como José Menéndez, que había nacido en La Habana, y había escalado hasta el último de los peldaños del sueño americano —empezó trabajando para una empresa de alquiler de coches y acabó de alto cargo de la industria musical—, no podía negársele nada. Y he aquí el primer apunte de la serie. ¿Puede el éxito soportarse? ¿En qué clase de monstruo te convierte? ¿Debías serlo antes para llegar a alcanzar dicho éxito? El retrato, enormísimo, que hace Javier Bardem de José es sutilmente brillante en ese sentido.
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En tiempos de true crime, esto es, en tiempos de una no ficción criminal en la que aquello que se ve es una reconstrucción de lo documentado, y por lo tanto, esto queda limitado a lo que se extrajo del caso, la obra de Murphy y Brennan hace aquello que sólo la ficción puede hacer: pensar. Entra en la consulta del psicólogo mientras Erik confiesa —en una escena que Dostoievski hubiese amado, todo Crimen y castigo contenido en sueños repetidos—, acompaña a los hermanos a comprar las escopetas, les sigue de habitación en habitación de hotel de lujo después del asesinato, es decir, trata de entender, desde dentro, lo que estaba pasando, lo que pasó, mientras el mundo seguía buscando a los asesinos de sus padres. Y continúa con ellos después, en su periplo en la cárcel, donde, curiosamente, hasta hace uso de técnicas de true crime —en el plano secuencia que dura un capítulo completo en el que Erik confiesa los abusos a su abogada—, sin llegar a convencer.
Porque no ocurre como en Dahmer, donde la artimaña —Murphy y sus series antológicas son casi un género en sí mismo, capaz de replicar, como si de una versión televisiva de Andy Warhol se tratase, la realidad, para introducir aquello que no podía verse— permitía hacerse una idea de lo que había en la cabeza del asesino, de su horrendo desencaje, de su nauseabunda obsesión, haciendo su visionado, por momentos, insoportable. Si bien durante el primer par de capítulos parece que algo así podría ocurrir, y ocurre —el retrato de Lyle es poderoso, tanto, que da sentido a todo, quizá por eso ha molestado sobremanera al verdadero Lyle, que está muy enfadado con la forma en que se le retrata, y así se lo ha hecho saber a Murphy y Brennan desde la cárcel—, cuando la historia se abre camino por la fangosa incertidumbre de lo que realmente ocurrió antes, es decir, de las supuestas causas del desequilibrio de los hermanos, el artefacto se tambalea.
Javier Bardem como Jose Menéndez y Nicholas Chavez como Lyle en ‘Monstruos: La historia de Lyle y Erik Menéndez‘.Miles Crist (NETFLIX)
Lo interesante es que lo hace porque debe hacerlo. Y he aquí cómo Murphy obra el milagro. Porque de lo que se trata esta vez no es de contar la verdad. De lo que se trata es de abrirse camino en la selva de historias, improbables, imposibles, que los hermanos cuentan. La batalla que se libra es una batalla por la credibilidad. Es fascinante contemplar a los actores interpretar a sus personajes siendo otros para poder encajar en cada una de las pequeñas escenas que se rememoran. Todo un festín. Porque no es sólo que Chloé Sevigny (Kitty) y Javier Bardem (José) estén impecables, a un nivel de carisma insuperable —todo crece cuando ellos están en pantalla, cuando se pelean, todos esos gritos y exigencias, la languidez de la madre, la manera en que ambos miran a sus hijos por el retrovisor camino de la pesca de tiburones—, es que Nicholas Chavez (Lyle) y Cooper Koch (Erik) también lo están, y por supuesto, el brillantísimo elenco de secundarios, empezando por Ari Graynor, la irredenta abogada de Erik Menéndez.
Y he aquí quizá lo interesante del experimento, porque en esa búsqueda de la verdad, o al menos, de una verdad que dé sentido a lo que ocurrió, no hay hallazgo alguno, y tal vez eso sea lo más cerca que se pueda estar de la cabeza de alguien —un par de hermanos— que decide un día, después de ver una película del montón en televisión —algo llamado El club de los jóvenes millonarios— que, por qué no, podría matar a sus padres. Que tiene que hacerlo. Y la frase que más conecta con el espectador, y a la vez, con la idea de inhumana, monstruosa, familia que trata de devolverse a la vida, es aquella que dice: “Papá estaría orgullosísimo de nosotros”. Orgullosísimo de haber hecho algo, al fin, perfecto. De haber cometido el crimen perfecto. De haberleganado en su propio juego, el de la crueldad absoluta, destruyéndole de paso. Cría cuervos, y te sacarán los ojos. O te reventarán a balazos. Pero lo harán, está diciéndonos esta segunda entrega de Monstruos, irregular y sin embargo disfrutable, porque para eso los has criado.
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