Púrpura eres, y a la púrpura volverás

Abundando en el tópico del papable que sale cardenal de la Sixtina, cinco nombres copan las encuestas: Parolin, Tagle, Pizzaballa, Zuppi y Erdö Leer Abundando en el tópico del papable que sale cardenal de la Sixtina, cinco nombres copan las encuestas: Parolin, Tagle, Pizzaballa, Zuppi y Erdö Leer  

Nadie en su sano juicio desea ser Papa. Nadie con acceso al cónclave ha dejado de fantasear con la posibilidad de serlo. La primera frase la pronunció un cardenal de verdad: el madrileño José Cobo. La segunda sale del guion de Cónclave, la película que ha encandilado a cuantos limitan su contacto con la Iglesia al sermón del cura en el funeral de la abuela. La realidad, naturalmente, está más cerca del pavor del cardenal de Madrid que de la impresionable retina del adicto a Netflix. No en vano se habla del peso de la púrpura.

La púrpura es un pigmento precioso que se obtenía de las mucosas segregadas por las glándulas que ciertos moluscos marinos esconden en el recto. Para obtener un solo gramo de púrpura era necesario sacrificar unos 10.000 caracoles («cañaíllas», en gaditano): de ahí su precio exorbitante. El caso es que la altísima dignidad colorada de la que emperadores y cardenales ansiaban revestirse salía literalmente de la baba del culo del caracol. Quizá quepa extraer de semejante paradoja una lección de humildad muy propia del evangelio.

Cuando usted lea esto, 133 purpurados se habrán encerrado ya en la residencia Santa Marta. Eso ocurrirá entre las siete y las diez de la mañana del miércoles, hora en que San Pedro acogerá la misa solemne pro eligendo Pontifice. El punto focal que imaginó Bernini en el rompimiento de gloria del ábside cobrará entonces todo su sentido escénico: una nube de bronce, vidrio y oro filtra matizada la luz del Espíritu que sostiene mágicamente la cátedra papal. Hacia ella levantarán sus ojos los cardenales electores en la confianza de ser alcanzados por la inspiración. Después del almuerzo empezarán a desfilar hacia la Capilla Sixtina. «Extra omnes!» («¡Todos fuera!»), ordenará en ese instante el maestro de ceremonias litúrgicas del Vaticano, don Diego Ravelli, no confundir con el camarlengo Farrell ni con el decano Re. Al filo de las cinco se celebrará la primera votación. Lo normal es que esa fumata de tanteo salga negra como el alma de un escritor de argumentarios. El jueves ya se celebrarán cuatro votaciones: la cosa se irá aclarando hasta el blanco final.

Abundando en el tópico del papable que sale cardenal de la Sixtina, cinco nombres copan las encuestas. El tópico los condenará a la púrpura a cambio de ahorrarles el castigo mayor de la tiara. Son Parolin, Tagle, Pizzaballa, Zuppi y Erdö. Por los dos primeros, de tan pregonados, apenas se paga 3,5 por euro apostado en la venerable casa William Hill.

Mi topo en la Curia, sin embargo, me sopla tres nombres a los que convendría prestar atención. Precisamente porque no se les ha prestado la suficiente. Son Jean-Marc Aveline, de la Argelia francesa de Zidane y Camus; Robert Prevost, agustino nacido en Chicago y curtido en Perú; y el asturiano Ángel Fernández Artime, al que nombramos por hacer patria querida y porque es salesiano, orden fundada por Juan Bosco, uno de esos santos arquetípicos que caerían bien incluso al más volteriano de nuestros sedicentes intelectuales.

Sea paciente con los excesos de los vaticanistas, amigo lector. Piense que un vaticanista es un reportero impar, mezcla de enviado especial y astrólogo, que trabaja una vez por década y al que no le desmiente ni Dios. Básicamente porque Dios se encuentra demasiado atareado durante el cónclave.

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