El secretario general se reúne en Florida con el presidente electo y su nuevo equipo de seguridad para hablar de Ucrania y la amenaza rusa Leer El secretario general se reúne en Florida con el presidente electo y su nuevo equipo de seguridad para hablar de Ucrania y la amenaza rusa Leer
El secretario general de la OTAN, un cargo siempre civil, es el responsable de dirigir el proceso de consulta y toma de decisiones en la Alianza y de «garantizar que las decisiones se implementen». En tiempos normales, tiene sólo dos funciones principales: ser el portavoz de la organización y presidir todos comités y reuniones de ministros, embajadores y líderes, encauzando los debates. Pero estos no son tiempos normales y Mark Rutte, ex primer ministro neerlandés, que asumió sus responsabilidades el 1 de octubre, reemplazando al veterano Jens Stoltenberg, lo sabe bien.
Su primera responsabilidad oficial será seguir siendo el rostro de la Alianza militar más exitosa de la historia, con el foco puesto en Ucrania y en la disuasión hacia Rusia, hoy todavía la gran razón de ser de la OTAN. Pero su primera responsabilidad oficiosa, seguramente la más difícil y para la que nadie está realmente preparado, será otra muy distinta: calmar, controlar y sobrellevar a Donald Trump, el presidente electo de Estados Unidos.
No es ningún secreto, aunque nadie jamás vaya a decirlo en voz alta. Fue el gran desafío, pero también el gran éxito de Stoltenberg, quizás el único dirigente global que encontró la fórmula para canalizar la ira de Trump, ignorar sus amenazas y salidas de todo y evitar entre 2016 y 2020 que rompiera la Alianza y acabara con la noción básica de defensa mutua asegurada. Al noruego le supuso adoptar un perfil más que bajo, casi sumiso. Evitando siempre el choque, sobre todo en público. Nunca una palabra de más, un mal gesto, una crítica, ninguna filtración de hastió, desesperación. También implicó viajes incontables a Washington y reuniones permanentes con el Congreso, sobre todo el Senado y sus pesos pesados en materia de Seguridad y Defensa.
Esa es la tarea ahora de Rutte, alguien completamente diferente, con un peso mayor en política europea que Stoltenberg, un neerlandés orgulloso de serlo y de esa forma directa hasta el agravio de decir las cosas que piensan a la cara. Alguien mucho más brillante intelectualmente, pero con dificultades para ser un secundario. Rutte estuvo el viernes, en un viaje secreto que sólo se conoció porque fue desvelado por la prensa neerlandesa, en Mar-a-Lago, la residencia de Florida del presidente electo y cuartel general de su equipo de transición. Es allí donde ha respondido a las llamadas de líderes de todo el mundo, por donde pasan todos los que aspiran a un cargo en su Gobierno. Y por donde hay que pasar para saludar al líder y ofrecer las mejores palabras.
«Rutte se reunió con el presidente electo Trump. Analizaron una amplia variedad de cuestiones de seguridad global a las que enfrenta la Alianza. El secretario general y su equipo también se reunieron con el congresista Mike Waltz y miembros del equipo de seguridad nacional del presidente electo», ha dicho la Alianza en un escueto comunicado. Con el visto bueno de Joe Biden y los suyos, conscientes de que lo que está en juego justifica ampliamente romper el protocolo y presentarse en Florida y no en la Casa Banca. Ver antes al futuro líder que al actual.
El nerviosismo en la OTAN, inquietud o miedo incluso, es palpable y obvio. Tras despreciar y reprobar en público y privado a sus socios en su primer mandato, acusándolos de ser unos «gorrones», se espera que Trump presione a los aliados para que lejos de quedarse en una inversión del 2% de PIB a defensa, como se pactó en 2014, se vaya al 3%. Ya lo dijo en su primera cumbre en 2017 y lo repetirá ahora. En estos años el avance ha sido notable. Hace una década, sólo tres países superaban ese umbral. Ahora, con mucho retraso, se espera que 23 aliados de los 32 lleguen o superen el 2% este curso. En una década se ha pasado del 1,43% de su PIB combinado al 2,02%, con una inversión que este año ascenderá a más de 430.000 millones de dólares. Entre esos países, por cierto, no está los Países Bajos de Rutte, ni España, que cierra el ránking por detrás.
Pero no es sólo eso, Trump llega a la Casa Blanca presumiendo de buenas relaciones con Putin, con un equipo (empezando por sus hijos y Elon Musk) que se ríe abiertamente de Zelenski y cuelga memes en internet diciendo que le van a cortar el grifo. Llega tras decir a veces que «alentaría» a Rusia a «hacer lo que le dé la gana» con los países que, en su opinión, no están pagando sus cuentas. Y anticipando lo que parece ser un chantaje a Kiev para que acepte un pacto doloroso con pérdida de territorios o se quede sin el apoyo de su principal proveedor de armas.
Ahí entra Rutte y su habilidad para lograr consensos imposibles, acuerdos difíciles y coaliciones impensables. Necesita seducir a Trump sin rivalizar con él. Lograr su respeto y que mantenga la misma línea que hasta ahora. Una tarea casi imposible. Una tarea que empieza con un viaje silencioso y que implica cuatro años de sufrimiento constante.
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