Un Papa para el desconcierto del mundo

La tarea a abordar de modo prioritario por el próximo Pontífice será pacificar las corrientes divergentes Leer La tarea a abordar de modo prioritario por el próximo Pontífice será pacificar las corrientes divergentes Leer  

La muerte del Papa Francisco marca el fin de un pontificado que sacudió la imagen de la Iglesia Católica a través de su pastoral en asuntos conductuales controvertidos, sobresaliendo la acogida al colectivo LGBTQ o la bendición de parejas del mismo sexo. Estas reformas, que buscaban oficialmente reflejar la misericordia ante realidades humanas asumidas (principalmente) en nuestras sociedades «maduras», generaron profundas brechas. En Europa y Estados Unidos, muchos las atribuyeron a un wokismo militante del sucesor de San Pedro. La polémica alcanzó cotas especialmente divisivas en regiones como África, llegando a provocar el rechazo de quienes debían aplicar aquellas prescripciones, por considerarlas contrarias a la tradición católica y las sensibilidades culturales locales.

El legado de Francisco incluye, asimismo, un compromiso con los marginados -y críticas a las desigualdades económicas- que rezuma radical pobrismo, evidenciando una clara reserva frente a Occidente y su proyección sobre el Sur Global. La Iglesia afronta el cónclave lastrada por tensiones y cuestionamientos globales. La primera, y apremiante, tarea a abordar por el próximo ocupante del solio de San Pedro será pues pacificar las corrientes divergentes en un mundo donde la secularización -exacerbada por el boom digital- y el auge de ideologías relativistas amenazan la propia relevancia de la Iglesia.

El imperativo de pacificación no es una novedad: desde el Concilio Vaticano II, Roma viene luchando por dar una respuesta unificada a los mandatos de renovación moral de la vida cristiana de los fieles y adaptación de la disciplina eclesiástica a las necesidades de los tiempos. Su amplitud y urgencia sí lo es. Juan Pablo II y Benedicto XVI encararon discordias, pero en contextos menos polarizados. Entre usanzas y apertura, Francisco exhibió planteamientos tajantes. Sus iniciativas avivaron resistencias.

El sucesor de Francisco habrá de innovar usando la sinodalidad en fomento de la concordia, procurando que el disenso se transforme en colaboración; reuniendo a obispos de variadas tendencias -a menudo amalgamadas sin matices en tradicionalistas y progresistas- para discernir de consuno temas delicados como la pastoral familiar, sin imponer una visión unilateral. Esto requiere reafirmar la autoridad del magisterio con un enfoque que desactive los ánimos levantiscos, recordando con el propio Francisco que «la unidad prevalece sobre el conflicto». El cometido es complejo, y las fracturas internas trascienden tejas abajo.

Hoy, defender la dignidad universal del ser humano y la universalidad de los valores basilares del dogma encierra destacado significado geopolítico. La Iglesia sostiene que la dignidad de la persona es inalienable, y valores como la igualdad no dependen del entorno ni del lugar de nacimiento. Sin embargo, estos principios concurren en un mundo donde el relativismo domina junto con tesis de ordenación de las sociedades que priman el grupo sobre el individuo y la seguridad sobre la libertad. Nos avasallan regímenes que restringen las esferas de autonomía en nombre de la estabilidad, mientras ondean alto los pendones de tradiciones civilizatorias alternativas.

La conjunción excede a la Iglesia Católica y convoca a la cristiandad toda. En Europa, cuna del cristianismo y sede del catolicismo, la indiferencia religiosa -más que la cristianofobia que también despunta- define hoy el panorama. Como señala el cardenal Robert Sarah, «en la raíz del hundimiento de Occidente hay una crisis cultural y de identidad. Occidente ya no sabe quién es, porque ya no sabe ni quiere saber quién lo moldeó, quién hizo de él lo que fue y lo que es. Muchos países desconocen hoy su historia. Esta autoasfixia conduce naturalmente a la decadencia, que allana el camino a nuevas civilizaciones bárbaras». Mientras, en África y Asia la fe crece vigorosamente, pero se ciernen amenazas distintas, ligadas a la armonización de la base doctrinal y las tradiciones locales dimanantes de otros conceptos metafísicos.

Estas observaciones resuenan con mi experiencia en las discusiones para elaborar la Constitución Europea veintipico años atrás; debate al que contribuí desde las trincheras, en calidad de miembro del Presidium de la Convención que redactó el malhadado texto. Se produjo un choque de ferocidad inesperada sobre las raíces cristianas de Europa, y su inclusión en el preámbulo. La intransigencia laicista -abanderada por Francia- y la tibieza reinante impidieron que además de las raíces greco-romanas e ilustradas del proyecto europeo se evocara la evidencia de sus fundamentos cristianos.

Perdimos la batalla pese a la fuerza inspiradora del entonces Pontífice Juan Pablo II, y el despliegue argumental del todavía cardenal Joseph Ratzinger (con quien tuve el grandísimo honor intelectual de compartir estrados) que reiteraba: «Europa no es el fruto de decisiones políticas y económicas, sino marcadamente culturales, es decir, espirituales». De aquel auténtico duelo nos queda el precioso tomito Senza Radici firmado junto al filósofo laico Marcello Pera (existe traducción en español), de lectura muy recomendable.

Mucho debe esta fallida empresa, también, al constitucionalista judío Joseph Weiler, quien repetía -y repite, pues continúa su labor vocera de la catástrofe que se cierne- «cualquiera que viva en Europa, que conozca Europa, solo tiene que mirar a su alrededor: el arte, la cultura, la música, la literatura, no se puede negar el enorme impacto que el cristianismo tuvo en el activo cultural y la identidad cultural de Europa». Similarmente, publicó una reflexión que merece atención -«Una Europa Cristiana»-, reeditada en estos días.

La invasiva indiferencia, que anega la cristianofobia de antaño, se manifiesta en las iglesias desiertas de Europa. Cumbres de contenido cristiano, son hoy poco más que museos turísticos. Con oscilaciones entre Estados miembro, los datos revelan que son pocos los que asisten regularmente a misa, en tanto la secularización y el envejecimiento de la población han reducido los católicos europeos al 20% del total, con las vocaciones religiosas concentradas en Asia y África. El vaciamiento espiritual no es solo un problema eclesial, interpela directamente la identidad europea. Al no reconocer sus raíces cristianas, Europa pierde un imprescindible ancla moral en un mar de relativismos. El nuevo Papa deberá combatir esta indiferencia, no con nostalgias, sino con un mensaje en el que reverberen la fe y las aspiraciones de un Orden Mundial respetuoso con los valores esenciales de dignidad del hombre y libertad.

Así pues, el cónclave afronta la exigencia de alcanzar una voz unitaria, que no se pierda en diatribas; que comprenda el desafío de los tiempos. Ambos retos están entrelazados, porque una Iglesia dividida pierde autoridad para hablar al mundo. El próximo Papa necesitará firmeza doctrinal y apertura pastoral, uniendo a los fieles en proclamación de la dignidad y el valor de la libertad. Frente al olvido de las raíces y relativización de la verdad, la Iglesia está llamada a «dar testimonio» activo, sin fisuras. Sobre el nuevo Papa recae la misión de liderar no solo la Iglesia, sino de cara a la humanidad entera.

Un Papa para el desconcierto del mundo.

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