Viktor Orban, el gestor del ‘no’ como forma de poder en el seno de la UE

La exigencia de unanimidad en Bruselas le otorga poder de veto y de bloquear acuerdos. Fuerza algo inédito: pactos de 26 Estados sin Budapest Leer La exigencia de unanimidad en Bruselas le otorga poder de veto y de bloquear acuerdos. Fuerza algo inédito: pactos de 26 Estados sin Budapest Leer  

Viktor Orban es la pieza disonante del concierto europeo: el socio incómodo, el dirigente iliberal, el problema húngaro, el amigo de Putin y de Donald Trump, dos figuras profundamente cuestionadas en Europa. Pero Orban no es una oveja descarriada de Bruselas. Ha aprendido a influir en la agenda comunitaria y a explotar con notable eficacia uno de los puntos más frágiles del sistema: la exigencia de unanimidad en decisiones clave. En ese contexto institucional, el «no» se convierte en una forma de poder.

El debate sobre el uso de los activos rusos congelados para financiar a Ucrania ilustra esta lógica. Orban no se limitó a expresar reservas políticas, sino que llevó el asunto a un plano jurídico y casi existencial. El primer ministro húngaro advirtió, en la misma línea que Bélgica -donde se custodia buena parte de esos fondos-, que Bruselas estaba «cruzando el Rubicón» y calificó la utilización directa de esos activos como una decisión ilegal que podría causar un daño irreparable al orden europeo.

El resultado final no fue la paralización de la ayuda, sino su rediseño: la UE terminó aprobando un préstamo de unos 90.000 millones de euros, respaldado por los beneficios de los activos pero sin confiscación directa. Más aún, Orban logró acotar el perímetro político del acuerdo y aceptó la solución alternativa propuesta por Francia. «¿Tú aceptarías eso?», le preguntó el presidente Emmanuel Macron. «Sí, pero solo con una condición clara: que Hungría, junto con Eslovaquia y República Checa, quedara exenta de cualquier carga financiera directa», respondió Orban.

Orban tiene poder de veto y puede bloquear acuerdos, salvo que se apliquen fórmulas alternativas para sortearlo. Pero incluso en esos casos, logra moldear el proceso y condicionar el resultado final. Por eso, varios analistas lo describen como un «gestor del no». En la prensa alemana, figuras como el eurodiputado Daniel Freund han señalado que Hungría no tiene fuerza suficiente para imponer su agenda, pero sí para encarecer la de los demás, y que eso, en Bruselas, equivale a influencia real. Desde la ciencia política y el derecho europeo, este comportamiento encaja en la figura del veto player: actores que, en sistemas basados en la unanimidad, pueden utilizar su negativa como instrumento de negociación permanente.

En un análisis publicado en Verfassungsblog, blog de referencia en derecho constitucional, el profesor de derecho público Johannes Schäffer advertía de que la unanimidad en política exterior crea incentivos para lo que denomina «chantaje político». Y en un documento del Jacques Delors Centre, firmado por los catedráticos Thu Nguyen, Luke Dimitrios Spieker y Ulrich Karpenstein, se subraya que Hungría ha usado de forma sistemática su derecho de veto hasta el punto de forzar algo inédito en la UE: conclusiones europeas adoptadas por 26 Estados miembros sin Budapest.

La novedad de los últimos meses es que Orban ya no actúa completamente solo. En el acuerdo de financiación a Ucrania, Eslovaquia y República Checa aparecieron explícitamente como socios del descuelgue. Orban aceptó el préstamo europeo solo después de que se garantizara que Hungría, Eslovaquia y República Checa no asumirían ningún coste, un detalle revelador del nuevo clima en Europa Central. En Eslovaquia, el primer ministro Robert Fico ha adoptado abiertamente un discurso contrario a seguir financiando el esfuerzo militar ucraniano y ha asegurado que su país no enviará «ni un euro más» para armas. Ese posicionamiento otorga legitimidad regional a una narrativa que hasta hace poco se atribuía casi en exclusiva a Hungría.

En República Checa, el panorama es más ambiguo: el país ha sido uno de los principales apoyos de Kiev, pero el ascenso político de Andrej Babi introduce una variable de incertidumbre. Babi no reproduce la retórica ideológica de Orban, pero comparte su énfasis en el coste económico, el cansancio social y la prioridad de los intereses nacionales. Para varios analistas checos, el riesgo no es una alineación automática con Budapest, sino que el «modelo Orban» deje de percibirse como una anomalía y empiece a considerarse una opción legítima dentro del debate centroeuropeo.

Orban se enfrenta a unas elecciones clave en 2026 y, pese a sus esfuerzos por maximizar su perfil en la arena europea, ese protagonismo no parece tener demasiado impacto en la política interna. Dentro de Hungría, la agenda comunitaria no es el eje del debate electoral. La contienda se perfila menos como un referéndum sobre Bruselas que como un juicio sobre la economía, el coste de la vida y el desgaste de más de una década en el poder.

Las encuestas reflejan por primera vez en años un escenario competitivo. Según datos del instituto 21 Research Centre, el partido opositor Tisza alcanza el 34 % del apoyo entre el conjunto del electorado, frente al 26 % del oficialista Fidesz, y amplía su ventaja entre los votantes que ya han decidido su opción. Son cifras coherentes con las publicadas por medios críticos como HVG o 444.hu, que hablan abiertamente de un cambio de ciclo y de una concentración del voto útil en torno a la oposición. HVG destacaba a mediados de diciembre que, entre los electores seguros de acudir a las urnas, la ventaja de Tisza sobre Fidesz supera los 10 puntos, mientras que 444.hu subrayaba el hundimiento de los partidos menores y el efecto de polarización creciente.

La prensa afín al Gobierno ofrece una lectura muy distinta. Diarios como Magyar Nemzet destacan sondeos de institutos cercanos al oficialismo que sitúan a Fidesz todavía en cabeza o presentan la carrera como muy ajustada. Enmarcan la caída de apoyo como el resultado de una campaña coordinada desde Bruselas y los medios occidentales. En ese relato, el enfrentamiento con la UE no es un problema, sino una muestra de liderazgo. Un columnista cercano a Fidesz escribía recientemente que Orban puede ser impopular en Europa, pero sigue siendo el único dirigente dispuesto a «defender a Hungría» de decisiones ilegales y del coste de la guerra.

Entre ambos relatos se mueve una sociedad cada vez más polarizada. Los medios independientes insisten en la fatiga del poder y en la creciente incomodidad por las acusaciones de enriquecimiento del entorno familiar del primer ministro, un asunto que ha ganado visibilidad con reportajes, imágenes virales y cobertura en la prensa alemana. Los medios afines minimizan esas denuncias y refuerzan la narrativa del asedio exterior. En ese choque de percepciones se juega buena parte de la campaña que viene.

La cuestión central para 2026 no es, por tanto, si Orban incomoda a la Unión Europea -eso ya está asumido-, sino si su estrategia del «no» sigue siendo electoralmente rentable dentro de Hungría. Por ahora, su base permanece sólida, pero el margen se estrecha. Orban ya no gobierna sobre una mayoría entusiasta, sino sobre una sociedad más cansada, más sensible a la desigualdad y menos dispuesta a aceptar el conflicto permanente como sustituto de resultados económicos. Europa sigue siendo su escenario preferido; Hungría, su campo de batalla decisivo.

Desde el entorno conservador que lo apoya, la defensa de su política europea se articula en torno a una idea recurrente: la de una posición deliberadamente equidistante entre los grandes polos de poder. Orban es presentado como uno de los pocos dirigentes europeos que mantiene interlocución política tanto con Donald Trump como con Vladimir Putin, y que no se siente obligado a alinearse sin matices con ninguno de los dos. Para sus defensores, esa capacidad para hablar con ambos -y para ignorar las críticas procedentes de Washington y Moscú- constituye una muestra de autonomía política más que de ambigüedad.

En esa lectura, Orban encarna lo que sus partidarios describen como la incorrección política dentro de una Unión Europea percibida como excesivamente prisionera de sus propios códigos morales. Incluso Donald Trump lo ha señalado en varias ocasiones como un dirigente que «dice lo que piensa», frente a una Europa que, en su opinión, peca de corrección política. Los medios conservadores húngaros han explotado ese argumento para reforzar la imagen de un primer ministro dispuesto a romper consensos considerados artificiales y a asumir el coste diplomático de hacerlo.

Este planteamiento se refleja con claridad en editoriales de Magyar Nemzet, diario nacional-conservador alineado con el Gobierno, que presenta la política exterior de Orban no como un desafío ideológico a la Unión Europea, sino como una defensa pragmática de los intereses nacionales en un contexto de guerra y polarización. En ese marco, la negativa a utilizar directamente los activos rusos congelados o a asumir nuevos compromisos financieros se describe como un acto de responsabilidad frente a decisiones impulsadas -según el periódico- por Alemania y la Comisión Europea sin suficiente respaldo democrático.

Una línea similar aparece en Mandiner, revista conservadora próxima a los círculos intelectuales de Fidesz, que ha desarrollado con mayor elaboración el argumento de una vía centroeuropea propia. En sus análisis, Hungría se sitúa explícitamente entre el liberalismo occidental dominante en Bruselas y Berlín y el autoritarismo ruso, rechazando ambos modelos sin confrontar abiertamente con ninguno. La casi total ausencia de críticas al Kremlin en estos textos no es accidental: permite sostener una narrativa de neutralidad activa y de defensa de la paz, sin asumir el coste político de una alineación explícita con Moscú.

Para los críticos, sin embargo, esa equidistancia es más retórica que real y responde ante todo a necesidades de política interna. Medios liberales como HVG o Telex han subrayado que la estrategia del conflicto permanente con Bruselas sirve para consolidar el relato de resistencia, pero corre el riesgo de aislar a Hungría en un momento de debilidad económica. En ese punto conecta directamente la crítica de la oposición. Péter Magyar, líder del partido Tisza y principal rival de Orban de cara a las elecciones de 2026, ha acusado al primer ministro de utilizar la política exterior como cortina de humo y de construir enemigos externos para ocultar el desgaste interno del país.

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